Puede sonar graciosa, pero la fórmula de Julio César Turbay Ayala, quien fuera presidente de Colombia, respecto al tratamiento a la corrupción, no es la solución. Reducir “a sus justas proporciones” un mal con tanto arraigo que ha hecho metástasis en la totalidad de las entidades del Estado colombiano, es algo sin efecto alguno. Es minimizarlo, pero sin excluir su movilidad, dejándolo apto en su función de seguir causando daño, con los tentáculos de su entramado devastador. Una especie de benignidad, con la permisividad a la dañina acción, a pesar del reconocimiento a cuanto se puede llegar en exterminio.
La corrupción en el país alcanza un desbordamiento extremo. Y no se trata solamente de la contratación, con coima incluida, amarrada a la ilegalidad, con el condimento del interés particular que lleva al ilícito del enriquecimiento a costa del incumplimiento de proyectos en que se invierten recursos oficiales provenientes de la contribución ciudadana. Tampoco se reduce a casos como el de Agro Ingreso Seguro, ese reparto de dádivas millonarias en el tiempo que fue ministro de agricultura Andrés Felipe Arias. Tampoco se queda en Reficar, la cuantiosa defraudación a Ecopetrol, por consentidos miembros de la casta de negociantes inescrupulosos.
La cadena de la corrupción se alarga cada día con casos que representan asalto al patrimonio de los colombianos. Es la suma de trampas montadas por especializados y encumbrados gestores de la defraudación. El capítulo de Centros Poblados, con el anticipo de $ 70.000 millones girados por el Ministerio de las Tic bajo la batuta de quien era su titular, Karen Abudinen, es bien revelador de las ligerezas en que incurren servidores públicos cuando se trata de operaciones fraudulentas. Pero este es un eslabón más, demostrativo de la magnitud que ha adquirido la viciada recurrencia a transgredir el patrimonio público.
Son muchas las puntadas torcidas en el tejido de actos oficiales que hacen parte de los desvíos o de la corrupción. En el suministro de alimentos a los escolares, en la administración de los servicios de salud, en la justicia, en las elecciones, en la prestación y cobro de servicios públicos, en el manejo de las cárceles, en la ayuda a los damnificados, en la reparación a las víctimas, en la explotación de recursos naturales, en la atención a ciudadanos en las entidades oficiales, está la marca de la corrupción. No hay espacio del poder libre de ese estigma. Sus servidores han convertido sus funciones en un tráfico de negocios particulares en beneficio propio. ¿Qué era la práctica del Cartel de la toga? La corrupción rampante.
Y están los voluminosos actos de corrupción como son Odebrecht, la Ñeñe política, los expedientes que comprometen a la Fuerza Pública, el saqueo a los recursos para la paz y los destinados a las víctimas. Otros actos tienen fuerza corrosiva y se quedan en el anonimato. En todo eso están envueltos servidores públicos de todos los rangos como actores y como cómplices. Y actores prominentes del sector privado.
Todo ese nefasto entramado viene de atrás. Se ha madurado en diversas instancias. Es el resultado de una explotación del poder sin pudor alguno. En todo tiempo los encargados de buscar soluciones han decidido dejar pasar. Sin embargo, ahora que se habla de cambio debe incluirse entre las prioridades nacionales, junto a la paz total, la erradicación de la corrupción y cuanto posibilite la entrada de Colombia en un rumbo de verdadera democracia.
Puntada
El Centro Tecnológico de Cúcuta está funcionando con dinámica eficiente. Hay que mantenerlo en ese nivel. Su directora Sandra Parra ha asumido el cumplimiento de los objetivos de la entidad con especial empeño.
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