En Colombia el balance sobre la democracia resulta deficitario y no es posible ocultar esa realidad. La Constitución de 1991 pudo aportar correctivos mediante principios progresistas consagrados en esa Carta, pero su aplicación no ha tenido el cumplimiento requerido. El Estado social de derecho, de que tanto se habla, es una norma sin desarrollo.
Siguen en el vacío garantías prioritarias reconocidas y las condiciones de vida de la población es de una precariedad inocultable en el día a día, frente a lo cual la indiferencia de quienes han tenido el manejo del poder es ostensible.
Colombia está incluida entre las naciones con mayor desigualdad y esto configura una resta considerable en la existencia de la mayoría de sus habitantes. Desigualdad con efectos bien negativos en la seguridad social, la educación, la salud y otros derechos básicos. Desigualdad con la cual se ha fomentado la conducta nociva de la discriminación, la intolerancia, la exclusión, la violencia o distintas formas de maltrato clasista. Hasta la justicia se ha contaminado de ese mal, causando un daño de profundidad en la comunidad. Así, la democracia sufre un desgarramiento que no se puede negar, dado su peso generalizado.
El ejercicio político desde las organizaciones partidistas o de las entidades de gobierno es otra fuente surtidora de acciones que diezman la democracia. La toma de decisiones contrariando el interés público les quita legitimidad.
Muchas veces el Congreso, que debiera ser la expresión más transparente de la democracia, se ha convertido en cómplice de marrullas retardatarias. O ha sido permisivo de los entramados de la corrupción, con efectos depredadores sobre los recursos de la nación, que son patrimonio de todos.
No son pocos los actos del Congreso que se suman a desatinos legislativos. En la historia de esta institución, llamada a liderar el desarrollo óptimo de la democracia, he han acumulado acciones que no benefician al pueblo y en cambio le apuestan al beneficio de círculos de privilegiados. Hay decisiones que lo confirman, como el archivo que se le dio al proyecto de reforma a la salud en la comisión séptima del Senado. Sus miembros obedecieron más a intereses privados que al derecho a la salud de la comunidad nacional. Están también los casos de los senadores Iván Leonidas Name Vásquez y Efraín Cepeda desde la presidencia de la corporación. Arrogantes y provocadores, hicieron demostración de su talante autoritario para demostrar las impertinencias del poder aplicadas al hundimiento de iniciativas que no compartían, en vez de someterlas a debate.
Otras estrategias contra la cacareada institucionalidad anidan en los llamados órganos de control y en la misma rama judicial. Pareciera no haber voluntad para obrar conforme a la colaboración armónica entre las ramas del poder, como lo dispone la Constitución. En cambio, el ánimo opositor es recurrente en algunos. En su desempeño como Procurador Alejandro Ordóñez no lo ocultó. Francisco Barbosa, desde la Fiscalía, se consagró como opositor. La procuradora Margarita Cabello tampoco oculta su protagonismo provocador y retador. Nada de eso le hace bien a la democracia. Por el contrario, la descuaderna.
Conviene reflexionar sobre este tema de la democracia, como causa defensiva de interés común.
Puntada
El expediente de la corrupción en la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres le abre a la Fiscalía la oportunidad de aplicar la justicia sin sesgo alguno. El esclarecimiento no debe dejar dudas y a los responsables hay que identificarlos con absoluta certeza, sin concesiones.
ciceronflorezm@gmail.com
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