De un pedacito de tiempo desocupado se desprendió la vida para dejar, por un rato, los moldes ideales –quién sabe por qué–, quizá para instruir a los humanos en la necesidad de admirar y merecer el derecho a la eternidad.
En ese peregrinaje creó los vínculos para captar una verdad personal auténtica, emprender una misión juiciosa y afrontar esa posibilidad de corresponder, con dignidad, al compromiso enigmático que nos asignó el destino.
E hizo aparecer, por azar o por convicción, el precepto de la existencia como un núcleo espiritual, del cual se genera la evolución imprescindible para justificar esta casualidad de vivir algunos años. (Ojalá hubiera sido causalidad).
Así, el corazón puede concebir una dimensión abierta a lo sublime, con una sugerencia emocional que lo transforma todo y propone las mejores posibilidades para que podamos aspirar a ser íntegros.
Y si nos atrevernos a imaginar, con pasión, aquello que hemos deseado, a dar los giros de paso que se configuran en la sabiduría, es viable superar la pobreza mortal y superficial que sólo implica vanidades.
Porque uno debe amar y aceptar, a la vez, los retos que puede y, al asimilarlos, ennoblecerlos con todo su esfuerzo, a pesar de las barreras de fatiga que los indicadores mundanos denominan hastío.
(A los imperfectos se nos da la ventaja de comenzar de nuevo en cada minuto, con la sola, vieja y noble opción de rezar, porque percibimos nociones de madurez en la ilusión de un pensamiento puro).