Me encantan los ciclos breves de las gotas de agua porque son como la vida, porque cada día se renuevan en la esperanza de morir y se guardan en la gruta de la mañana siguiente para brotar como lentejuelas de luz.
Las mariposas me han contado que las gotas de rocío son los suspiros de la lluvia, las congojas de la brisa, el espejo de donde se ilumina el sol, o -posiblemente- un rumor de montañas que cantan el remanso del universo.
El rocío tiene algo así como un sabor a tejado de cabaña chiquita, es modesto, silvestre, colmado de humildad, así como lo son las matas en potes de colores que uno admira en los patios de las casas sencillas.
Sus gotas, crianza primera de la madrugada, son poesía pura, jardín de pájaros, sensibilidad natural y precipitación de sueños descendiendo para ser corola de los sentimientos y huellas de la fantasía.
Y son las únicas capaces de detener el vuelo de los colibríes, de hacerlos colgarse rendidos ante la seducción de las flores decoradas con su cristal, o de recoger la corriente de las aves en su alianza con el viento.
Es como si el tiempo abrevara los afanes en sus burbujas, para hacer una ronda similar a la de la melancolía, tomar fuerzas y partir, otra vez, con giros alegres hacia el horizonte, arropado con la sombra que aspiran los duendes.
Entonces pienso en el cortejo de la naturaleza para surtir de nostalgia bonita los pétalos, con una estela sutil de alas de pájaros que siempre retornan con un rastro azul, fugaz, pintado en el cielo con pinceles de estrellas.