Los quilates de antigüedad son testimonio de la inmensa sabiduría de los orientales, porque de ellos proviene una espiritualidad centrada en la meditación (zen), la reflexividad y una inmensa vocación de estudio.
Han ido forjando, paso a paso, el modo de vencer las limitaciones corporales, extinguir el apego y despejar el camino al Nirvana, una leyenda que comienza en el cielo y se siembra en el alma, después de asimilar el sueño de la vida.
Su formación es exigente -ruda-, con una disciplina que libremente se imponen para su ascenso, con altos niveles de intuición y una profundidad de pensamiento, tal, que disipa las sombras e ilumina su ideal.
Cada vida pasada fue sólo ilusión y despliega una nueva purificación en la serie de reencarnaciones necesarias para el gran instante, -El Satori-, la iluminación espontánea, la rueda de la vida terminando de girar, como sucedió a Buda, debajo de una higuera, hace 2500 años.
Así, enseñan a podar un tronco cada vez que brote, sin cortar sus raíces, y dejar que continúe el ciclo natural de vida y muerte (Samsara), hasta que cese y determine que las deudas del karma quedan saldadas.
La felicidad plena se alcanza -como recompensa-, cuando el alma percibe la esencia divina y el cuerpo abandona el deseo, con la práctica de la virtud, la humildad, la aceptación del ser humano por sí mismo y la caridad.
Epílogo: Los occidentales no alcanzamos a comprender este anhelo de liberación, la negación del yo, la intimidad de la perfección, la irrealidad de todo y, menos, renunciar a la pasión insensata.