Aunque el presidente Petro ha mantenido la serenidad en medio de la tormenta –cosa que quedó en evidencia por la forma en que respondió las preguntas en la larga entrevista para la revista Cambio–, el nivel de preocupación de los colombianos frente a su gobierno sigue al alza. La serenidad del Presidente no se traduce en moderación, sino en todo lo contrario. Por eso, las personas se preguntan: ¿qué va a pasar? ¿Para dónde vamos?
Se ha instaurado una forma de gobernar basada en el uso constante de los anuncios. Esto hace que la atención de la opinión pública no pueda enfocarse en ningún punto. En principio, eso favorece al Gobierno, pero a la postre acabará perjudicándolo. Dadas las dificultades para materializar la gran cantidad de promesas –desde la Paz total hasta la compra de predios, pasando por el nuevo modelo de salud, solo para mencionar unos pocos–, las brechas entre expectativas y realidad irán creciendo día a día. Esto va a generar una creciente insatisfacción.
Tampoco han ayudado las revelaciones sobre las actividades del hijo del Presidente –según el minucioso relato de su exesposa– que, por decir lo menos, dejan las banderas de la lucha contra la corrupción a media asta.
A este panorama hay que sumar las múltiples iniciativas que convierten al sector privado en actor de reparto. En muchos frentes, incluyendo varios en los que no hay una clara justificación, el Estado será el protagonista.
No sorprende entonces que hayan subido los decibeles de quienes consideran que hay que emprender la retirada. Esto, en mi opinión, no solo es una exageración, sino que sería un gran error. Si ese tipo de tesis hace carrera, lo único que garantizaremos es que las profecías más pesimistas acaben convirtiéndose en realidad.
Para asegurar que tomamos el camino de regreso hacia las políticas de centro –con las que Colombia ha avanzado mucho más que otros países, y mucho más de lo que reconoce el Presidente de la República– se requieren dos ingredientes. Primero, una economía sólida que genere empleo, cosa que solo puede hacer el empresariado. Segundo, un respaldo unánime a las instituciones que delimitarán el perímetro dentro del cual se puede mover el Gobierno. Buena economía y buenas instituciones son el blindaje que debemos fortalecer.
Esto es, en cierto sentido, lo que está pasando en Chile, donde el presidente Boric se ha convertido en una figura más conciliadora y moderada. Sin abandonar su lucha por la justicia social, ha tendido puentes hacia sectores que hasta hace poco eran sus principales opositores. La nueva Constitución, que seguramente será muy distinta a la que el pueblo mismo rechazó, reivindicará sectores vulnerables y excluidos, sin socavar las bases de un modelo económico edificado alrededor de la iniciativa privada. A lo mejor, el modelo chileno –ya no el neoliberalismo de la era Pinochet, sino un socialismo moderno–, será el referente a seguir por otros líderes de la izquierda latinoamericana. Ojalá sea así, y que los vientos del sur lleguen a nuestro país.
Es bueno que lo que ocurre en otras latitudes sea tenido en cuenta por nuestro Congreso. Sería un hito para la democracia que el Legislativo dé muestras de independencia, y que fuese la razón –no el voluntarismo del Gobierno, ni las pasiones de los opositores– la que se imponga en los intensos debates por venir. Hay mucho por corregir en los proyectos de ley que tienen entre manos. Ojalá que las bancadas primero escuchen a los expertos.
Históricamente, los congresistas colombianos han trabajado sobre la base de que las posiciones que adoptan frente a las leyes que tramitan no tienen consecuencias en materia electoral.
Eso ya no es así: los errores que cometan a la hora de aprobar leyes que hagan retroceder al país tendrán costos electorales. El país está más atento que nunca.
Si las reformas no se corrigen, la historia será implacable con quienes las aprueben. Llegó la hora para que el Congreso mejore su juego.
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