Los sueños son como partecitas de uno mismo que se desprenden y comienzan a viajar, a buscar dimensiones desconocidas donde el pensamiento engendre, libremente, su propia esencia y nutra de inspiración la espiritualidad.
Algo así como cuando uno recorre un jardín al arrullo de los trinos de los pájaros, los sueños se vierten en el alma con ilusiones, música, nostalgias buenas y una luz ingenua que trae el rumor majestuoso de la serenidad del universo.
Recorren la distancia de gozo que hay desde la colina donde se alojan, hasta los ojos y las palabras mudas y, con su estructura de silencio, perciben colores y aromas distintos, con el don de desgranar los ciclos del tiempo para cernirlos y sembrar los mejores en un mismo espejo.
Las sendas de las estrellas se abren para dar paso al sentimiento que anhela llegar más allá del mundo y asimilar que, el sentido de la vida, es el de ser -siempre- unos humanos que atisban la esperanza, como cuando la luna se asoma detrás de las montañas.
Y hacen que el corazón se deslice por rendijas que conducen a una ternura que reconoce los secretos de la eternidad, para asomarse a las líneas que delimitan el infinito con signos que, sólo ellos -los sueños-, pueden captar en su cita suprema con el destino.
La lejanía se vuelve próxima, la sombra tornasola la memoria y hay rumores de viento, de nubes, trayendo la perfección de la cintura del tiempo, para saciar el vacío con gotas de esa savia bonita del cielo.