Cuando el ser humano aprende a volar, entiende la ruta migratoria de las aves y sabe cómo superar los vacíos: fue la lección que le dejó Ícaro, quien se aproximó al sol y, aunque perdió sus alas, se nutrió de luz.
Ícaro quería conocerlo todo, sin sujetarse a límites estrechos e ingresar a la dimensión universal del alma: no le importaron sus alas de cera, ni las advertencias de su padre Dédalo, sino su intuición de lo supremo.
Así suele ocurrir a la razón: encuentra una resistencia semejante a la del viento al pájaro que pretende volar libre; pero, igual que él, a medida que halla su ruta sensata, asciende con ideas aladas.
Y, entonces, otorga calidad a su espacio y a su tiempo, deduce profundamente, siembra su vida de esperanza y engendra una sabiduría íntima, coherente con el don de poseer la savia de la inteligencia.
Se requiere disciplina -como la de Ícaro- para desarrollar la excelencia, depurar lo superficial, ir más allá de la vanidad y generar la armonía perfecta entre razón y sentimientos, rotando, legitimando y arraigando los principios vitales.
Porque para crecer intelectualmente, es imprescindible una identidad derivada de la espiritualidad, la cual se alcanza -únicamente- cuando se piensa con dignidad y decencia, con la madurez de los privilegiados.
Corolario: Ha de desarrollarse un proceso fundamentado en el estudio, para cultivar un conocimiento útil, libre, que no imponga, sino sugiera, una conducta cosechada desde la autenticidad hacia un orgullo ético personal.