Hace unos tres años le pedí a toda mi parentela que no me volvieran a invitar a piñatas, baby showers y fiestas infantiles por el estilo. Considero que eso es para los padres jóvenes o aún cuarentones. Uno de viejo, arrumado por ahí, sin algún contemporáneo para conversar, se aburre muchísimo.
Estoy haciendo caso de los tips que salen en las redes, de no estar obligado a asistir a nada. La excepción son los entierros, que es lo más frecuente a esta edad, como deber natural de despedir a los de la propia generación, o de la posterior o la de un poco anterior.
A los únicos a quienes les acepto citas y les cumplo es a mis médicos. Y eso porque el incumplimiento con ellos es mortal. ¡Ah!, también procuro cumplirles a mis amables lectores con las columnas que escribo para La Opinión de Cúcuta y semanarios de Ocaña.
Visito, eso sí, una librería particularmente muy buena de nuestra ciudad, en donde puede uno manosear los libros, hojearlos, hacerse el que va a comprar y leer a trozos, y si acaso escoger los de “pague dos y lleve tres”. Igualmente, me encanta ir a la librería de las Hermanas Paulinas, en donde aspiro aire acondicionado muy rico, paso ratos mire que mire, y por último me refugio en la pequeña y primorosa capilla.
No voy a donde sienta que lo necesitan a uno para que sirva de relleno, para que haga bulto, pero no para salir en la foto.
No falto a la misa los domingos. Confieso que allí a veces cometo el pecadillo de echar una siestica cuando el predicador es regulimbis, no me atrapa, y su mensaje solo llega a mi inconciencia.
También voy al templo de los Hermanos Mormones, pero no al culto sino a investigar historias aprovechando el magnífico archivo fílmico que poseen de los registros parroquiales de todo el mundo. Por cierto que alguna vez, la vez que descubrí que un abuelo había fundado un pueblo, una hermana mormona, joven, arropada desde el cuello hasta más abajo de la rodilla con vestido de lana, en este ardiente clima, me abordó para que me convirtiera en el hermano Orlando, pero yo no caí en la tentación.
Practico el ejercicio diario en la caminadora eléctrica y un sencillo ejercicio en el suelo, aparentemente inútil pero cuyo beneficio experimento. Antes me entrenaba y paseaba por los bellos jardines que tiene Corponor en el Malecón, hasta que los gamines y marihuaneros me corrieron porque estuve a punto en varias ocasiones de que me atracaran.
Frecuento la amplia y fresca sala de lectura del Banco de la República, que me queda muy cerca, comienzo un libro y vuelvo a continuarlo según mi inconstante horario.
Soy feliz en los supermercados; en cambio, me jartan las reuniones solemnes y de juntas directivas, de las que estoy dispuesto a retirarme. En cuanto a mi desempeño como abogado, únicamente asesoro a un señor de Atalaya, más viejo que yo, al que los hijos, nietos y nueras lo tienen más afuera del lote propio que adentro.
En la mañana leo el periódico, oigo noticieros nacionales y extranjeros y pereceo un poco. Comienzo a trabajar en la tarde en el computador oyendo mis vallenatos selectos, jazz y alguna pieza de música clásica.
En fin, hago mío el verso de Fray Luis de León: “¡Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido…!”
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