¿Seremos los mismos después de esta experiencia universal de la pandemia? Esa es la pregunta del millón, como se decía hace años. Lo que sí parece claro es que la gente quiere cambiar su manera de vivir, como lo indica la encuesta realizada a sectores de clase media en 13 países latinoamericanos, por el Grupo de Diarios América (GDA), publicada en El Tiempo. De entrada, un 43% tiene confianza frente a un futuro signado por la incertidumbre.
Esa confianza moderada se da en medio de una creciente pérdida de credibilidad ciudadana en el gobierno y en los políticos, más en otros países que en Colombia, desplazados por los técnicos y la ciencia, que puede ser fundamental para el necesario cambio de la política - de su discurso, de su sentido y prácticas, de sus actores e instituciones -, alimentado y exigido por una opinión que como nunca antes tiene acceso a un verdadero aluvión de información, que por lo demás se ha acrecentado en estos meses cuando la comunicación directa, la simple conversación, se vio interrumpida y sustituida por las redes y el zoom, transformada en verdaderos conversatorios que permiten analizar realidades, ayudando a civilizar, a hacer más racional el debate.
La pandemia nos confrontó con la realidad escondida de la vulnerabilidad en que vivimos como seres humanos y como sociedad, arropados en la falsa seguridad que ofrecía un discurso racionalista en el cual fungíamos de protagonistas. Descubrimos entonces nuestra fragilidad individual y social, lo que nos hizo entender que así como la sociedad necesita del Estado, las personas, como lo indica claramente la encuesta, queremos volver los ojos hacia actores y escenarios cercanos, más naturales si se quiere -la familia, los amigos, los compañeros de trabajo-, para recuperar una seguridad y un sentido de la vida perdido en medio de un mundo hiperindividualista y artificial, movido por un apetito insaciable por tener bienes materiales.
La pandemia reincorporó nuestra mortalidad en el escenario de la cotidianidad de la vida, no como un simple enunciado sino como una realidad vivencial, que cambia prioridades e intereses, recuperándole la importancia a nuestras relaciones con los otros, empezando por la familia, y disminuyendo el interés por las cosas y su posesión, que podría traducirse en la superación o atenuación del afán consumista que nos había apresado. Ahora se aprecia tener más tiempo para compartir, valorando la importancia ?de las pequeñas cosas? que le dan sentido y calor a la vida personal; más que el placer de viajar, se desea compartir una buena comida o unas copas bien conversadas; vivir más sencillamente, de manera más real, sin tanto perendengue; más austeramente, dejando de lado la empresa anodina de pretender vivir por encima de las capacidades económicas reales; menos créditos innecesarios y más ahorro realista.
Al recuperar el sentido de nuestra mortalidad sentimos la necesidad de querernos y cuidarnos: comer sano y dejar tanto sedentarismo, valorar el tiempo para uno y los suyos, al entender finalmente que la vida no se reduce a trabajar y trabajar en el torbellino de una vana competencia que a nada conduce y solo empobrece humanamente, privándonos del simple goce de estar vivo. Son sueños que se filtran por entre las cifras de la encuesta y que muestran nuevamente que la conciencia de la muerte, estimula el simple gozo de vivir.