Me encontré, hace poco, con Arzuaga, un compañero de colegio. Casi no lo reconozco, después de cincuenta años de no vernos. Sabido es que uno termina la secundaria y cada quien coge su camino. Con algunos, uno sigue viéndose constantemente, pero otros se pierden por los caminos de la vida. Con el cartón en la mano, cada graduado comienza a abrir ese paso, y a muchos se les pierde el rastro.
Eso me había pasado con Arzuaga, un costeño, rumbero, que se volaba de noche del internado para irse de pachanga, según decía. Era flojón para el estudio, pero su familia le giraba buena plata todos los meses, y así podía pagar para que le hicieran las tareas. A mí me brindaba pony malta y brazos de reina para que le hiciera acrósticos a sus novias. Nos hicimos amigos.
Había creado a su alrededor una aureola de que las muchachas se morían por él, y contaba cuentos de conquistas amorosas, y hasta nos contaba fábulas de burras. Pero un día lo pillamos en sus mentiras. Nuestro colegio quedaba en las afueras de la ciudad y el internado estaba rodeado de árboles. Una noche, algunos compañeros metieron a la arboleda una burra que vagabundeaba por los contornos, y llamaron a Arzuaga para que demostrara con hechos lo que decía con palabras. Se negó rotundamente y nos confesó que jamás haría una cosa así de pecaminosa. Y lo de las muchachas también resultó mentiras. La aureola de Arzuaga se derrumbó ese día. Por mentiroso. Por pajudo. Desde ese día Arzuaga cambió. Se volvió retraído, dejó de ser rumbero y se alejó de sus amigos.
Me lo encontré, pues, en Bogotá, por los lados de la Biblioteca Luis Ángel Arango, una mañana radiante y sin lluvia.
-Poeta -me gritó con gritos desaforados de costeño, desde la otra acera. Se me abalanzó un tipo gordo, moreno y bigotudo. En el momento quedé aturdido. Pero luego lo reconocí: su voz, sus ademanes, su camisa por fuera y su risa pegajosa.
-¿Arzuaga? -le dije.
-Claro que yes, mi viejo amigo.
Nos abrazamos largo rato, nos mirábamos y volvíamos a abrazarnos, como en un sospechosos reencuentro.
-No has cambiado nada -me mintió.
-Tú tampoco -le mentí.
Yo olvidé a qué iba a la Luis Ángel y él quizás olvidó su diligencia. Resultamos metidos en una taberna del barrio Las Aguas, de esas que frecuentan los universitarios de aquellos sectores.
Y fue entonces cuando, con un aguardiente para el frío y otro para nosotros, empezamos a repasar la lista de nuestros compañeros de colegio. Por orden alfabético, para que no se nos quedara ninguno.
Ardila (me decía primo sin ser primos) murió poco después de graduados. Un cáncer se lo llevó prontamente. Compensaba su mala memoria con una terquedad abrumadora para el estudio. No salía a recreos, no hacía deportes, no buscaba novia, por estar estudiando.
Amézquita era el basquetbolista del salón. Se fue a vivir a Estados Unidos y no supimos más de él.
Bastos era un negrito simpático. Hacía coplas y cantaba. Se lo tragó el mundo.
Carvajal pintaba. Nos hacía los dibujos. Dicen que lo mataron en una cantina , en una riña de borrachos.
Domínguez se metió de cura. Se le veía la vocación por encima. Era quien rezaba el rosario todas las noches antes de acostarnos, en el internado.
Estévez se jubiló como maestro de escuela en su pueblo. Lo mismo que Figueroa, el piloso de la clase. Ocupaba siempre el primer lugar. Fueron maestros toda la vida. Y se casaron con maestras.
(Esta historia continuará)