Tuve una infancia afortunada, al lado de mi tío Santos Ardila que, en ese tiempo, era un solterón empedernido y no tenía hijos. Yo era su sobrino favorito y en mis vacaciones él cargaba conmigo para todas partes. Era comprador de café y de cacao y le gustaba que yo lo acompañara a Cúcuta, a vender las cargas de grano que les compraba a los cultivadores.
Me gustaba diciembre porque mi tío me llevaba al Tía, un almacén que yo consideraba inmenso, acostumbrado a las tiendas del pueblo, con un estante lleno de productos, un mostrador de madera y dos taburetes. Tiendas donde vendían enjalmas, cotizas, jarabes para las lombrices, ollas de aluminio, escopetas de cacería, machetillas, y sal, velas y jabón.
Era un espectáculo fascinante para un niño de diez años, entrar al Tía decembrino, lleno de juguetes y adornos navideños, y luces de colores, y casitas para los pesebres. Muñecas y ollitas para las niñas, y carros y caballitos de palo para los niños. Arbolitos de navidad, bolas de colores, bombillitos, cintas, nieve, papel para montañas y lagunas con patos y cocodrilos. Yo miraba extasiado aquel mundo de fantasía, que comparaba con los pesebres del pueblo, hechos de aserrín, musgos y chamizos, y casas de cartón viejo. Ir a Cúcuta en diciembre era un regalo de la divina Providencia, siempre tan generosa conmigo.
En el mes de julio era nuevo viaje a la capital, por cuenta del tío bueno. Pero entonces el destino era otro almacén, situado al frente del Tía. Íbamos al Ley, deliciosa maravilla de la creación de Dios, más grande si se quiere y más iluminado, pero con distintas mercancías y un gran atractivo: el de las rebajas.
“Don Julio llegó al Ley, cargado de descuentos”, decía la propaganda y la gente corría a aprovechar las gangas del mes, antes de que se agotaran las existencias. No sólo de los barrios, sino de los pueblos, los compradores acudían porque allí –tal vez era cierto- las rebajas valían la pena. Pero don Julio, un señor muy serio, bigotudo, de sombrero de copa alta, corbatín y saco a pesar del calor cucuteño, era muy estricto: Llegaba al almacén el 1 de julio, se instalaba con todas la de la ley, y permanecía otorgando rebajas y haciendo promociones hasta el 31 de ese mismo mes. Ni un día más, ni un día menos. Y mi tío y yo aprovechábamos las oportunidades, de las cuales decían que eran calvas, es decir, escasas. Digo “decían”, porque hoy los calvos abundamos. Ahora lo escaso es encontrar gente no calva.
Mi oficio, al lado de mi tío, era ayudarle en sus cuentas. Como yo ya había cursado quinto de primaria, mi tío suponía –quizás con alguna ingenuidad- que yo sabía muy bien las tablas de multiplicar y que sabía restar llevando, y hasta dividir por dos cifras. Hoy, con las calculadoras en el bolsillo y en los celulares, yo no me habría ganado ningún viaje como auxiliar de contabilidad. Ya ni siquiera los cuadernos traen en la contracarátula las tablas de multiplicar como antes. Ya nadie las necesita. Para eso están los aparatos, que piensan y hacen las operaciones sin riesgo de errores aritméticos o de lenguaje.
Se acabaron los almacenes Ley y Tía, como se acabó la Araña de Oro, una cafetería famosa, en la misma cuadra del Tía, a donde llegaban políticos y vagos, que son de la misma especie, a tomar tinto, leer el Diario de la Frontera, contar chismes, y hablar de la Sorda y sus últimas adquisiciones. ¡Los tiempos cambian!
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