Ser rey o ser presidente de un país, tiene algunas ventajas. Puede coger para donde le venga en gana, por ejemplo, sin pensar en gastos. Para eso tienen sus súbditos que pagan por ellos. Para eso son los impuestos. Para vivir sabroso. Miren ustedes: El presidente Petro puede estar hoy en Tienditas, inaugurando el puente, y sale a almorzar a Cafarnaúm, para después ir a pronunciar una arenga ambiental a orillas del desierto. Puede hacerlo. Para eso lo elegimos. ¿Y a qué horas gobiernan? Nadie lo sabe.
Fue lo que hicieron Gaspar, Melchor y Baltasar, soberanos de oriente, una noche de finales de año, recién comenzada la era cristiana. El cuento parece ser de la siguiente manera:
Melchor daba vueltas y vueltas en la cama, una noche, sin poder conciliar el sueño.
-¿Qué te pasa, Melchoricito? –le dijo la solícita primera dama.
-Que tus ronquidos no me dejan dormir.
-Pues lárgate a donde no me escuches.
Melchor se largó a la terraza a mirar estrellas, su entretención favorita cuando peleaba con su esposa, y lo que vio lo dejó boquiabierto. ¡Las cosas de Dios! Una estrella nueva había aparecido en el firmamento y parecía coquetearle, como muchacha quinceañera con picacdita de ojo, invitándolo a seguirlo.
Tomó el interno y se puso en contacto con Gaspar, su amigo y colega, otro aficionado al estudio de los astros:
-¿Estás viendo lo que yo estoy viendo? –le preguntó a su amigo.
-¿En qué canal?
-En el cielo. Una estrella nueva.
-Ya no hay estrellas nuevas. Algo puede estar sucediendo. Será un anuncio.
En esas estaban cuando llamó Baltasar: “No lo van a creer, mis amigos, pero una señal ha aparecido en el cielo, en forma de estrella. Vayamos a su encuentro”.
Dicho y hecho. Acudieron a las Escrituras y descubrieron que, según los astros, era el tiempo del nacimiento del Mesías. Aquella nueva estrella luminosa iluminaría el camino por donde podrían encontrar al nuevo monarca.
“En Belén de Judá nacerá el rey de los Judíos”, decían los papiros antiguos, y hacia allá señalaba la estrella. A las carreras echaron al morral una mudita de ropa, pomada Brasso para brillar las coronas, y se pusieron en camino. Pero entonces se les presentó el dilema: “Si es un rey, y nosotros también somos reyes, ¿qué le llevamos de regalo al recién nacido?
-Yo tengo unas joyas de oro, se las llevaré- dijo Gaspar.
-Pues a mi mujer le sobró un poco de incienso, del sahumerio que hizo el 24 -dijo Melchor. Es mi presente.
Baltasar no encontró algo útil para el niño, por lo que compró un poco de mirra. De algo serviría para purificar el ambiente de los malos espíritus y las influencias negativas. “Para que nadie le haga mal de ojo”, añadió.
Los reyes de oriente, sin proponérselo, le estaban dando cumplimiento a lo anunciado por libros y profetas que hablaban del nacimiento de un liberador de los judíos, al que adorarían súbditos y gobernantes.
Entre otras cosas, los reyes tuvieron un buen pretexto para alejarse de las cantaletas de sus reinas. A pie, a camello y a caballo, los tres meteorólogos hicieron largas jornadas para llegar, siguiendo los guiños de la estrella, hasta la pesebrera donde un soberano acababa de nacer. “Y postrándose, lo adoraron”, dice la Biblia.
Desde entonces, la escena se repite. En pueblos, villas y ciudades, no faltan los Gaspares, Melchores y Baltasares, que recuerdan la adoración de los Reyes Magos, el 6 de enero de cada año. A la noche, los monarcas regresan a sus casas, llenos de felicidad y de aguardiente.
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