Colombia está perdiendo la lucha contra el narcotráfico. Y muchos piden que se legalice para no seguir gastando recursos en una guerra pérdida, desde el Nobel hasta el hijo de Luis Carlos Galán, pasando por Samper y la autollamada coalición de la esperanza, con el argumento que cuando se acabe la “ilegalidad” se acabará la violencia. Eso nos hace recordar los argumentos económicos propaz de economistas perfil Alejandro Gaviria, quienes proyectaban un crecimiento del PIB anual entre 2% y 4% por los efectos benéficos de la paz. Muchos sabíamos que eran mentiras numéricas que el tiempo comprobó.
Pero una cosa es clara, los narcos entendieron que les iba mejor aliarse con los izquierdistas enemigos del estado que con el estado y eso hicieron. No hay que olvidar que las mafias que hoy se dedican al narcotráfico, antes eran mafias del contrabando, o de la trata de personas o del tráfico de armas, o de captura de funcionarios estatales, negocios con los que siguen, por lo que la magia de la legalización solo existe en las mentes febriles de los “analistas progresistas” o en la estrategia de las mafias para aflojar la presión sobre ellos. Transmilenio en Bogotá es un buen ejemplo. Quieren acabarlo porque eso significa volver al transporte incontrolado donde el lavado de dinero se fortalecería fuertemente.
Fuera de las causas geopolíticas que explican el fenómeno mafioso en Colombia, la inexistencia de un verdadero país físicamente unitario, que deja grandes zonas de difícil topografía en manos de los “señores de la guerra”, y un estado centralista débil de economía rentista, estamos presenciando el choque de dos modelos entre el estado y las mafias. El estado-régimen, se ha orientado hacia el colectivismo y a debilitar la economía de mercado, creciendo una burocracia soberbia e inoperante y castrando la innovación y la creatividad que surge de una sana economía de mercado, que es lo que permite la creación sostenible de riqueza. Por su parte, el narcotráfico vive de lleno en la ley de oferta y demanda, por eso vemos que su estrategia de control del estado le ha funcionado en lo interno, mientras en la “producción y comercialización” externa han recurrido a la tecnología para lograr mayor productividad en el “negocio” de la coca, desde la siembra hasta el procesamiento, así como con la logística de transporte,
en la que han hecho uso del transporte multimodal, aéreo, submarino, marino y terrestre, todo tipo de “embalajes” y atomización de la distribución. Una creciente burocracia estatal, que se vuelve peso muerto para los que están en el frente de batalla contra las mafias, cuando no en verdaderos quintacolumnistas, enfrentando a unos grupos de crimen organizado con visión de mercado, con una “dirección” dedicada a la creación de estrategias de “control político” y de innovación tecnológica en la cadena de suministro, es una pelea de tigre mafioso contra burro amarrado, la ciudadanía colombiana.
He dicho en repetidas ocasiones que un país son sus ciudades y no el país como un todo. A la ciudad siciliana de Palermo en Italia, alguna vez se la llamó mafiopolis por ser una ciudad totalmente capturada por la mafia. En Colombia tuvimos a ciudades como Medellín y Cali camino a ser mafiopolis, ésta última otra vez amenazada por una nueva variante mafiosa en la dupla indigena-primera fila. Pero la ciudad colombiana que hoy está en más riesgo de ser una mafiopolis es Cúcuta gracias a la entrega del Catatumbo a las mafias como parte del acuerdo Santos-farc, y una desastrosa política de la diáspora venezolana por parte del gobierno cada vez más grande y burocrático de la administración Duque.
Convertirse en mafiopolis es fácil, lo doloroso, demorado y difícil es dejar de serlo, y de eso siempre se sale peor de lo que estábamos antes que ser capturada por las mafias. La degradación moral que trae lo mafioso es más difícil de vencer que la degradación física.