Leyendo la sabrosa crónica de Camila Rojas, en este periódico, el pasado domingo, sobre las ánimas, recordé que la literatura universal también se detiene en estos fenómenos de seres de otros mundos, lo que quiere decir que no se trata de creencias de unos pocos ignorantes, sino de hechos innegables que se repiten a lo largo de la historia.
Lea: Tanto daño en tan poco tiempo
¿Recuerdan ustedes a Prudencio Aguilar? Con su permiso, refresco la memoria: En una pelea de gallos, José Arcadio Buendía le ganó a Prudencio, que reaccionó ofendiendo ante toda la gallera el honor de José Arcadio en relación con su esposa Úrsula. José Arcadio, entonces, tomó su gallo ganador, y le gritó a Prudencio: “Vete a tu casa y ármate porque te voy a matar. Ya vuelvo”.
Y volvió con una lanza. Prudencio lo esperaba en la gallera, pero no tuvo tiempo de defenderse. La lanza de José Arcadio le atravesó la garganta. Desde entonces, ciertas noches, Úrsula veía a Prudencio en el patio de la casa y en la cocina y en los corredores, tal vez en busca de paz. Lo veía pálido, limpiándose la sangre de la herida.
José Arcadio también lo vio una noche y le gritó: “Vete al carajo, Prudencio, cuantas veces regreses, volveré a matarte”. Pero Prudencio siguió saliendo de noche, hasta que José Arcadio y Úrsula no resistieron más y tuvieron que abandonar el pueblo.
El relato, que forma parte del mundo mágico de Cien años de soledad, da una idea de que los muertos salen a recoger sus pasos, a recorrer los caminos por los que anduvieron cuando vivos. Recordé también a Juan Rulfo, el formidable escritor mexicano, en su novela Pedro Páramo:
Aquí: La reserva de la vida…
“Vine a Cómala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, empieza diciendo el protagonista, Juan Preciado. Al llegar encuentra un pueblo fantasma, de habitantes que le hablan y le ayudan, pero que luego descubre que están muertos. Es una novela fascinante que deje ver cómo los muertos pueden seguir viviendo entre los vivos.
Esto sólo para citar dos casos de la literatura, lo cual nos sirve para concluir que los relatos que hizo Camila en su escrito no son tan irreales ni ficticios como algunos pueden imaginar. Puede suceder. Aun cuando no siempre los muertos se dejan ver, hay gente que asegura haber hablado con seres del más allá. Escuchan voces y ruidos. “Está penando”, dicen las señoras y por eso hay que pedirle a Dios que les dé a los que mueren el descanso eterno.
Antiguamente, cuando no había bancos, cada quien guardaba su plata –morrocotas de oro- en su casa, y en ollas de barro las enterraban para evitar los robos. Pues bien. Si el dueño del tesoro moría y no había sacado sus morrocotas, el muerto regresaba al sitio donde estaba el “entierro”. O se dejaba ver, o enviaba alguna señal como luces o quejidos o sonidos de cadenas. Los familiares iniciaban entonces el proceso de buscar el “entierro” para desenterrarlo y darle alivio al alma que estaba penando. De paso, aliviaba la situación económica de quien “desenterraba” lo enterrado.
Lo mismo sucede con los que mandan promesas a los santos y mueren sin haberlas cumplido. Sus almas no hallan descanso hasta que alguien les haga el favor de pagar la promesa. Es muy conocido el caso de Antón García en Ocaña.
Otro fenómeno que valdría la pena escudriñar es el del “hielo” de los difuntos, que enferma a los niños. El frío de los cadáveres causa daño, decían las viejas. Tal vez tenían razón.
gusgomar@hotmail.com
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