La antigua ciudad era compacta de alma, con límites urbanos pero con un corazón cultivado en esencia familiar, caracterizada por la sombra protectora de los valores bonitos y una sociabilidad amable, con el bien común como razón de ser de su núcleo comunitario.
Aquella ciudad madre hacía germinar –desde una semilla cotidiana de civismo- un sistema social que emanaba como de la sencillez de la naturaleza, de lo simple, en una constante orientación al consejo compartido y a la inspiración recíproca de los ciudadanos comprometidos.
La necesidad de todos congregaba a la armonía, a ideas de cambios prudentes, para generar espacios y tiempos con el anhelo de una prosperidad sensata y gradual, en un aprendizaje sereno para resolver los problemas.
Los argumentos de solidaridad, la vocación residencial o recreacional y las relaciones apacibles, eran los hilos tejedores de su modelo de progreso, con aquella concepción integral materna y un interés creciente en preservar las buenas costumbres.
Porque la calidad de vida se consideraba desde los fundamentos educativos y culturales –también sencillos-, para que la organización urbana y los recursos espirituales equilibraran los acuerdos que sellaran la unidad social.
La añoranza de la ciudad madre hace confortable una corriente afectiva que rememore las tardes en las que ella se sentaba a tomar el fresco, con sus hijos en las enaguas y, en el regazo, los sueños de un porvenir maravilloso.