La felicidad es sencilla cuando uno mira con ojos circulares todo lo que pasa: aquellas frutas que esperan coloridas en la cocina, los pasos del oficio casero que corren con afanes de hogar o el viento repitiendo el aroma de la ingenuidad.
O es como los secretos azules que vienen del lado opuesto de las horas, cuando aprendemos a escuchar el murmullo de gozo de las telarañas que se cuelgan de la lentitud para soñar, siempre, con un mundo bello.
Y es similar a esos relojes, de pared, que emitían un tictac desde su cuerda y, justo -con cada hora-, anunciaban a campanadas los tiempos de la esperanza y la bonanza de las fronteras del infinito.
Es entender la vida al entrelazar sus espejos en la aurora, o en el sonido de la raíz de cada minuto brotando, sembrado de libertad, mientras suena una vieja canción y se desliza la hondura del recuerdo por las arrugas del tiempo.
Es cultivar las nociones elementales del corazón y acoger, con la alegría de los fantasmas de antes, las cosas antiguas de las casas y el silencio intemporal que se anuncia desde la melancolía grata.
Es hacer una ronda con las nostalgias que se asoman, con esa versión bonita que hay entre la distancia, la ausencia y ese punto azul, diminuto, que es la estrella celestial de cada uno de nosotros brillando de contenta.
En fin, son los ecos que aún murmuran por ahí, -como veletas de ilusiones-, que se desplazan en torno a la fantasía que nos espera, para engendrar el embrión fundamental de las buenas costumbres y los valores sanos.