En el museo de la vida los años nobles custodian la memoria digna, aquella que, en una dimensión espiritual, halló la salida hacia el asombro infinito, envuelta en una maravillosa sensación de plenitud.
Allí, en ese silencio mayor, se observa al tiempo, taciturno, enamorado del pretérito, como un duende del camino que merodea la fantasía, la palabra blanca que insinúa moralejas y la caricia misteriosa de los recuerdos.
Las ideas supremas hacen una ronda de emotivo testimonio, se asoman al pensamiento con la sabiduría secreta de los mitos y las leyendas, plenas de esa luz excelsa que inspiró a los pensadores.
La nada, también, cree haber encontrado su hogar y se aloja con su juego de saberes, cultiva los instantes de inspiración y sugiere anhelos para ascender al milagro expectante y repasar nostalgias bonitas.
Es la perfección madurando la cosecha en el modelo perfecto, el universo, arquetipo de lo inmortal, instante cumbre del círculo del retorno, casa -a su vez- del museo, eco del horizonte ideal.
Si la historia de la humanidad se apropia de esa reserva metafísica
y se acoge a la benevolencia del destino, la sensatez vendrá lentamente, sin forzar, ni perseguir y hará converger los sueños a la secuencia natural de la armonía, a la fuente primorosa de la causalidad.
Entonces la sombra azul de la esperanza paseará por el aire, como un colibrí subyugado por la flor, o una mariposa suspendida en sus propios colores.