La leyenda del hilo rojo cuenta que el destino cruza las vidas de las personas, y de eso estoy seguro, porque en mi vida encontré las mejores, en un hogar afanosamente soñado, en amigos nobles que me alentaron y en mecenas bondadosos que propiciaron en mí una vocación cultural redentora.
Por ello, traigo en el morral 70 años de todo, de gratitud, de música, de literatura y de esa fascinante aventura de proveerme de imaginación, para nutrir mi pensamiento e intentar -siempre- alcanzar espejismos en el horizonte.
Todo eso me dotó de alas para superar mi fragilidad y mis complejos -con estudio y disciplina-, y asumir el pasado con beneficio de inventario, sin lamentos, ni culpas transferidas a otros.
Aprendí que vivir no es sólo poseer cosas, sino desarrollar la fuerza interior, suficiente, para dejar lo malo en el camino y preservar lo bueno, para abstraer la belleza de donde esté y sacarla -incluso a tirones-, de las miserias-, para partir, con el alma en vela, a mitigar la ignorancia.
Aunque hubiera podido ser mejor, tengo la sensación de haber servido bien, de haber sembrado en un rincón los talentos que Dios me dio a guardar, pocos afortunadamente, y cosechar -en lo posible- lecciones de humildad.
La filosofía sabia y el arte quedan ahí, en los libros clásicos o en el eco de cualquier sonata, en la biblioteca que les sirve de refugio, con mi sombra junto a la de los duendes que me acompañaron a soñar en silencio y a aprender a buscar mi verdad desde la inspiradora dimensión de la soledad.
(Tal parece que aún me queda tiempo para ver algunos amaneceres más, no sé si en el campo frío, o en el mar, en este final del peregrinaje, hasta que me disuelva en un viejo crepúsculo y me integre a la rosa de los vientos).