La vacuna contra el virus SARS (Síndrome Respiratorio Agudo Severo) Cov2 ha sido una especie de “rayos x” que ha dejado patentes las ocultas grandes falencias de los regímenes sociales actuales. Ha desnudado los regímenes políticos débiles. En su último artículo en Foreign Affairs, titulado La Pandemia y el Orden Político, Francis Fukuyama afirma que “Los factores responsables de las respuestas exitosas a una pandemia han sido la capacidad estatal, la confianza social y el liderazgo. Los países con los tres —un aparato estatal competente, un gobierno en el que los ciudadanos confían y escuchan, y líderes efectivos— se han desempeñado de manera impresionante, limitando el daño que han sufrido. Los países con estados disfuncionales, sociedades polarizadas o un liderazgo deficiente lo han hecho mal, dejando a sus ciudadanos y economías expuestos y vulnerables”. Los colombianos damos fe de esta afirmación.
Pero me gustaría en esta columna concentrarme en la irracionalidad de los antivacunas, que han impedido la posibilidad de alcanzar la inmunidad de rebaño y permitido al virus ir mutando a cepas más contagiosas y con síntomas más agudos. Desde siempre el mundo ha vivido con comportamientos irracionales que han sido responsables de muchos graves errores históricos; la locura de la última zarina rusa con el monje brujo Rasputín es solo un ejemplo. En el mismo artículo Fukuyama establece que, “las apariciones de los llamados cisnes negros son por definición impredecibles pero cada vez más probables cuanto más lejos uno mira. Las pandemias pasadas han fomentado visiones apocalípticas, cultos y nuevas religiones que crecen en torno a las ansiedades extremas causadas por las dificultades prolongadas”.
Pero desde 1960 se inició una expansión del rechazo a la racionalidad, en parte con la ayuda del escapismo que se produjo con la expansión de las drogas alucinógenas, que hizo que gran parte de la juventud mundial creyera en lo mágico y lo milagroso sobre lo racional. Es así como vino la expansión de las iglesias cristianas evangélicas de todo corte, de los ritos religiosos indígenas u orientales, o simplemente de la brujería, que impulsaron el pensamiento mágico. Todo el que tenga redes sociales ha recibido cadenas donde se pide rezar no sé cuántas veces una oración y dar traslado a equis contactos y en minutos “recibirán” un milagro.
Estas sectas, como en la época oscurantista enfrentan religión y ciencia. El dogma, otra vez, reemplaza a lo racional y no solo en lo religioso. Por eso es más fácil creer en la llegada de ovnis que en la ida a la luna. El gran argumento para los ovnílogos es que, habiendo miles de millones de planeta en el universo, no es posible creer que no haya más vida inteligente.
Lo que obvian es que el universo no es casi infinito solo en lo espacial sino también en lo temporal. El tiempo del universo se mide en eones (miles de millones de años) y la solo la tierra en particular tiene cuatro eones (28% de la edad del universo), mientras que la especie homo sapiens tiene 150 mil años, una diezmilésima de eón, de los cuales en solo 4 mil ha habido civilización. Creer que muchas civilizaciones universales surgen en la misma diezmilésima de eón, es como creer que uno se puede ganar el baloto 100 veces seguidas. O como creer en una hierba milagrosa más que en un tratamiento médico serio, o creer en “energías” capaces de todo, cuando el concepto de energía es físicamente claro.
Por eso el éxito de Marvel con superhéroes o de los demagogos políticos que encuentran tierra abonada para lo absurdo en la sociedad. Basta ver el resurgimiento del fracasado socialismo, o peor aún, de los estados islámicos del siglo décimo. Hoy es más fácil creer en iluminados salvadores de naciones que en el esfuerzo de crear instituciones sólidas que permitan el desarrollo económico sostenible.
Y Latinoamérica parece ser en la actualidad el campeón del neooscurantismo político.