En quienes han jurado cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes no es admisible, por ningún motivo, su burla, además de encarnar los delitos de traición a la patria, prevaricato por acción, abuso de función pública, y quién sabe qué otras transgresiones.
El título XXI de la antigua Constitución Política de Colombia, rubricada en 1886, decía en su artículo 218, posteriormente modificado en 1968:
“La Constitución, salvo lo que en materia de votación ella dispone en otros artículos, solo podrá ser reformada por un Acto Legislativo, discutido primeramente y aprobado por el Congreso en sus sesiones ordinarias; publicado por el Gobierno, para su examen definitivo en la siguiente legislatura ordinaria; por ésta nuevamente debatido, y, últimamente aprobado por la mayoría absoluta de los individuos que componen cada Cámara. Si el Gobierno no publicare oportunamente el proyecto del Acto Legislativo, lo hará el Presidente del Congreso. (Acto Legislativo N° 1 de 1968, artículo 74).
“En adelante las reformas constitucionales sólo podrán hacerse por el Congreso en la forma establecida por el artículo 218 de la Constitución. (Plebiscito de diciembre 1° de 1957, art.13)”.
Así, se le echó cerrojo a la tentación y al vicio de estar reformando alegremente la Constitución. En adelante, los cambios satisficieron rigurosamente aquellos requisitos, hasta el año 1991, en que, transando acosado por un grupo violento, el M19, el Gobierno convocó a una Asamblea Nacional Constituyente que hizo trizas la Constitución del 86, de 218 artículos, y elaboró una nueva, de 380 artículos principales y 65 transitorios.
En 2016 la historia se repitió, por exigencia de otra agrupación también fuera de la ley, las Farc. La diferencia es que en esta oportunidad el presidente, como si fuera un monarca de otras épocas, la trastocó utilizando un exótico sistema en nuestro ordenamiento jurídico, el fast- track (adjetivo inglés que significa rápido, por la vía rápida). El dicho fast- track, en sustancia, apresura los tiempos de debate en el Congreso y atribuye únicamente al Gobierno la iniciativa, además de castrar a los demás poderes.
Se hizo caso omiso de que la Carta Magna de 1991 hubiera tomado sus resguardos, como el del artículo 374: “La Constitución Política podrá ser reformada por el Congreso, por una Asamblea Constituyente o por el pueblo mediante referendo”.
Introdujo aquí dos reformadores nuevos: la Asamblea Constituyente y el pueblo. Y ese pueblo le negó en plebiscito al presidente Santos sus tratados con las Farc en La Habana. Pese a ello él siguió adelante e incorporó los pactos en la Constitución; detrás suyo, como sumisos aquiescentes, marcharon las cortes y el Congreso, y la prensa en general como corifeos.
¿Ante quién se acusa en Colombia el desconocimiento de la Constitución y la arrogación de los tres poderes por el Ejecutivo? Ante nadie, porque no se cuenta siquiera con los órganos de investigación y de control que son también apéndices de la Casa de Nariño. Por tanto, quebrantado el estado de derecho, opino que debe ser una instancia internacional la que se encargue de restablecerlo.
Por fortuna, ya cursan dos demandas ante la Corte Penal Internacional: una entablada por el doctor José Miguel Vivanco, director de Human Rights Watch, y otra presentada por el doctor Víctor Mosquera a nombre del Centro Democrático, aunque tales apelaciones solo enfatizan en la carga de impunidad que conllevan las reformas a la Constitución para beneficio de las Farc.