El columnista del diario El Tiempo y economista Carlos Caballero Argáez dedica su columna del pasado sábado al informe de la Misión de Internacionalización que impulso la vicepresidente Martha Lucía Ramírez y presidió el profesor venezolano de Harvard, Ricardo Hausmann.
La conclusión principal que saca Caballero es que Colombia “perdió los pasados treinta años en su aspiración de integrarse a la economía mundial”. De manera honesta hace un mea culpa por los errores que haya podido cometer en sus colaboraciones gubernamentales, haciendo mención especial del gobierno Gaviria.
El informe vincula este resultado, entre otros, a las barreras económicas arancelarias y no arancelarias, propias de un país sin política fiscal clara y mente alcabalera, y a la miríada de instituciones estatales que tienen que ver con la cadena de valor del comercio exterior y la producción industrial. En resumen, impuestos y burocracia, las dos caras de un estado hinchado con visión rentista y colectivista.
Para ser francos no sorprende ese diagnóstico, pues es bastante conocido. Y, naturalmente, en ese esquema no existe una política de desarrollo económico que, como dijo el profesor noruego Jorgen Randers “es la ÚNICA manera que la sociedad moderna ha encontrado para resolver efectivamente tres problemas: la pobreza, el desempleo y las pensiones”. Y agregó, “es la única técnica políticamente factible para lograr redistribución a gran escala en una sociedad capitalista”. Cuando eso no se tiene, como en Colombia, empiezan las “ideotas ideologizadas” de lucha contra la pobreza mediante subsidios obtenidos con extorsión fiscal, gran responsable del daño al desarrollo económico, en lograr mejorar el empleo con legislación aislada o apoyo limitado a emprendimientos que mueren en su gran mayoría en el primer año de operación, y con una política pensional que busca lograr que la gente, al final, no pueda gozar de una pensión.
Este estudio se junta a otros muchos con el mismo diagnóstico cuyo impacto será cero, pues el problema no es de coyuntura económica sino de estructura política, y eso amables lectores, es algo que no está en vías de corrección, pues como una muestra de la irracionalidad del régimen, seguimos profundizando el modelo que no nos ha servido.
Y no es coincidencia que sean los mismos 30 años de la Constitución de 1991 que, entre el número casi aberrante de derechos que ordenó (vía jurisprudencia) al estado dar a sus ciudadanos, el único que no se menciona es el derecho al desarrollo, y antes por el contrario, el estado social-ista de hecho convirtió al sector privado en el enemigo del “pueblo”. El desarrollo constitucional del 91, en cambio, ha tenido tres grandes enfoques, todos contrarios a una sana economía de mercado: volvió la pobreza un justificante de la violencia y una responsabilidad del estado “mantener” a los pobres, no sacarlos de esa condición que es lo que hace el desarrollo, sino mantenerlos. En segundo término, convirtió al estado en dador universal de bienes y servicios, lo cual explica su crecimiento gigantesco y el consiguiente impacto grave en la productividad del país. Y, en tercer lugar, convirtió al sector privado en un segundón del estado, objeto de sospecha y enemigo popular, validando cada vez más el mundo empresarial solo en función de su “responsabilidad social”; por eso, la política fiscal es un castigo a la “riqueza”.
Treinta años es una generación, una generación que perdió cualquier oportunidad de avanzar hacia el desarrollo por un modelo constitucional inspirado en visiones antidemocráticas justificadas en “acuerdos de paz”, que la Constitución del 91 volvió un bien superior, sin definir que es la paz, y el Nobel manipuló para entregar el país a la narcoguerrilla y él ganar su premio.
Ojalá tuviéramos menos diagnosticadores, y en su lugar, más agentes de cambio que reformen el estado para que Colombia se pueda enrutar por el camino del desarrollo y no pierda más generaciones. Pero vamos en la dirección contraria y sin opción real de cambio democrático.