Hay consenso en que garantizar seguridad y justicia para sus habitantes son los dos objetivos primarios del Estado. Para cumplirlos, los estados se reservan el monopolio del uso de la fuerza, crean cuerpos profesionales para la defensa y la seguridad ciudadana, y estructuran sistemas de administración de justicia.
Dicho esto, la seguridad se está deteriorando a pasos agigantados. No es un problema de percepción. Las cifras lo demuestran: el delito común está tornándose más violento; asesinan un promedio de dos miembros de la fuerza pública por día; a junio llevábamos 6.220 homicidios y se prevé que superaremos con mucho los asesinatos del 2019 (la cuarentena hace que el 2020 no sea comparable en asuntos de delitos y seguridad); el año pasado se produjo más cocaína que nunca en la historia, 1.228 toneladas, y está probado que a mayor actividad de narcotráfico hay más violencia. Como, además, ahora no solo somos productores sino también consumidores, la violencia se extiende por la disputa entre las bandas de microtraficantes.
La respuesta estatal ha sido frágil y equívoca. El gobierno ha continuado, sin cambios estratégicos, las mismas políticas en materia de seguridad y lucha contra el narcotráfico de la segunda administración de Santos. El ejercicio de la autoridad es débil y se muestra proclive a transar con los grupos violentos a quienes, en grosera violación al principio de igualdad frente a la ley, no solo no se les castiga sino que se les premia con beneficios políticos y económicos. La legislación penal es excesivamente favorable para el delincuente y, para rematar, el sistema de administración de justicia no opera con eficacia, lo que explica que la impunidad sea del 94%. El sistema penitenciario y carcelario es débil y altamente corrupto, las cárceles insuficientes y muchas indignas, y, sin duda, no cumplen la función de resocialización que deberían.
Los colombianos tenemos que entender que sin autoridad, orden y seguridad no es posible la convivencia pacífica ni la creación de empleo y la superación de la pobreza. La vida civilizada exige la certeza de que se llegará sano y salvo a casa. Tenemos que ponernos como meta una sociedad sin crimen.
Para ello es indispensable a. rescatar la voluntad de vencer a los violentos; b. restablecer los mecanismos de cooperación ciudadana con las FF.MM. y la Policía; c. fortalecer la Fuerza Pública, en especial su capacidad aérea y helicotransportada y los aparatos de inteligencia y contrainteligencia; d. recuperar el pie de fuerza policial (desde el 03 de septiembre del año pasado, en virtud de una sentencia del Consejo de Estado, 32.000 policías han pedido el retiro y 27.000 más pueden hacerlo hasta el 2024); e. invertir en tecnología e inteligencia artificial contra la delincuencia en los centros urbanos; f. quebrarle, de una vez por todas, el espinazo al narcotráfico; g. establecer una política pública contra el homicidio; h. sin caer en populismos normativos, revisar la legislación penal y establecer mecanismos de sanción efectiva a la reincidencia; i. adelantar la gran reforma a la justicia que urge y es indispensable; j. superar la discusión sobre el sí y el no en el plebiscito y examinar desideologizadamente lo que funciona y lo que no funciona del pacto con las Farc y corregir lo que sea necesario.
Nada de ello, sin embargo, será suficiente si no construimos una ética de profundo respeto a la vida, la libertad y la propiedad de los otros, una ética de esfuerzo, trabajo y sacrificio, una ética que premie a quien respeta la ley y sancione severamente a quienes la violan y a los corruptos, una ética que recupere la enseñanza de valores cívicos y democráticos. Tenemos que ser capaces. No podemos resignarnos a vivir en esta espiral interminable de violencia.