Cuando el alma descansa, los días son más bellos, porque se enamoran del horizonte con el silencio que comienza a crecer en el viento, como el asomo de una música azul que huele a paz, el recinto perfecto de las flores o el mejor color de una orilla de la tarde.
Se sienta a reposar a la vera del camino, a contemplar la huella que ha sembrado -plantígrada (la que se deposita con todo el contorno del pie)-, para que otros caminantes perciban el sendero de luz que destella.
Atrás queda una senda que puede, o no, recorrerse otra vez, pero que, en principio, es la ruta que no debe volverse a andar, a no ser que el círculo de la vida necesite repasar nostalgias o saber de los milagros que se quedaron acurrucados en una memoria escondida.
Entonces el paisaje se enciende de leyendas, de esas vibraciones bonitas que susurran las hojas cuando arrullan las gotas, de manos mágicas que descienden de la melancolía de la luna.
Es el preludio a una vieja sombra que pasa, a un amor querido que se quedó en un escaparate, a los aromas que dejaron su esencia en un suspiro del tiempo, a los instantes que merecen una vigencia espiritual.
Las ideas nobles se apertrechan a bordo de los pensamientos, al acecho de una ilusión que camina desprevenida, para enlazarla con un recuerdo soñador y atraparla en el aire, con el reflejo de un crepúsculo trepando por la fantasía para reinsertarse en el tiempo.