El secreto de la vida está en identificar las fisuras buenas para deslizar, gota a gota, el pensamiento noble, hasta llegar al alma, para volverlo brisa extendida a la sombra de los recuerdos bonitos.
Su verdadera dirección es inversa: es hacia el interior y no al exterior. Para entenderla, es imprescindible concebir, íntimamente, una dimensión similar a los amaneceres y a las vibraciones emotivas del viento.
Porque las huellas de la vida dejan un rastro azul de soles y lunas que semejan los instantes cumbres del universo -la aurora y el crepúsculo-, en los que teje sus mejores enseñanzas el silencio.
Depende de nosotros sembrarlas (las huellas) en las entrañas, enlazarlas, nutrirlas de paisajes de colores, de puertos transitorios para reposar, de asombros suficientes para resolver el atractivo misterio del porvenir.
Y dar flexibilidad a los sueños, escuchar el susurro de la sensatez cuando, en secreta alianza con el tiempo, revela la inspiración de los horizontes en las fuentes naturales de la espiritualidad.
Es un compromiso serio este de vivir, de construir un refugio en el sigilo –hermoso- de nuestra soledad, para sentarnos a conversar con la vida en paz y asimilar, con una profunda convicción, la consciencia de existir.
El camino correcto lo debemos intuir con sabiduría, para asimilar los designios del destino, según el eco de los pasos sonoros de cada latido del corazón, para asomarnos al espejismo luminoso de la eternidad.