Cuando los presentimientos llegan al corazón, saludan la belleza y nos recuerdan ecos de cosas bonitas que se cuelgan del viento con suspiros, o se aroman con la fragancia que baja de las montañas -donde reposa el universo-.
Y exhalan milagros de luz que se alojan en los rincones, y los inundan de esperanza con palabras bondadosas que caen en lluvia, en sol, en gotas de música, o en el encanto del amanecer, que es la génesis del alma.
Se siente en ellos la majestuosidad del silencio, la soledad serena y eterna, los acordes de campanas calladas, las margaritas que se deshojan solas y el velo de la piel del cuerpo que se alarga hasta una silueta espiritual.
Los presentimientos inspiran, hacen emerger -de las sombras- los anuncios de la aurora vibrante, las ilusiones que se fraguan en el insomnio sagrado y el privilegio del romanticismo que se teje en sueños.
Y son virtuosos en cumplir los ciclos del destino, en infundir un nuevo aliento a los instantes del ahora, en animar, en confiar, en recuperar aquellos que no fueron posibles -pero son viables aún-, en tender las redes para cosechar el azul y dibujarlo con trazos rumorosos de libertad.
El amor es el presentimiento mayor, y es el único imposible, porque si se vuelve realidad se esfuma, por su esencia de cristal que lo hace, a la vez, ilimitado y frágil: sólo sobrevive en los espacios y los tiempos ideales.
El secreto para mantenerlo vigente -al amor- consiste en halarlo con una cuerda de nostalgia y, luego, treparlo, otra vez, a su escondite, para que nadie lo perturbe.