Con muy escasas excepciones, los analistas que siguen con interés el desempeño de la economía colombiana han llamado la atención, una y otra vez, sobre la necesidad de aprovechar la crisis de la pandemia para impulsar una agenda reformista. Roberto Junguito, una de las voces más autorizadas, lo ha dicho en estas mismas páginas. No se trata de ser gobiernista o antigobiernista. Se trata de ser objetivo.
El argumento es simple: Las secuelas de la crisis del Covid-19 pueden ser devastadoras y duraderas. Si no se adoptan desde ya medidas, en campos como el laboral y el fiscal, la actual recesión será el preámbulo de una década pérdida. Podemos evitarlo, pero primero tenemos que convencernos que hay que hacer cambios, e intentarlos.
Tristemente, no hay nada que haga pensar que esto va a ocurrir.
Enfrentar la pandemia solo a punta de gasto público no tendrá un desenlace feliz. Con una deuda pública 20 puntos del PIB más alta, y con políticos que tratarán de capitalizar a su favor el desempleo y la pobreza, hay que actuar rápido.
El gobierno debería pensar en tramitar leyes que reduzcan los costos de contratar trabajadores, sin tocar los salarios, por lo menos por un tiempo. También es necesario tomar decisiones que garanticen la consolidación fiscal en el mediano plazo. La idea es pre-aprobar medidas que entrarán en vigencia una vez las condiciones económicas se normalicen.
Es decir, además de tramitar el presupuesto más elevado de toda la historia, el Congreso debería ocuparse también de aprobar las reformas más importantes para el futuro.
Pero nada de esto parece despertar el más mínimo interés, tanto en el ejecutivo como en el legislativo. Por ello, más que reiterar la importancia de las reformas, vale la pena preguntarse por qué no hay apetito para sacarlas adelante. Pocas veces en la historia ha habido una desconexión tan grande entre la necesidad, conveniencia y oportunidad de hacer reformas, y el poco entusiasmo en llevarlas a cabo. En mi opinión, hay cinco razones que explican esta desconexión:
1. Temor a despertar la protesta social. Están frescas en la memoria las movilizaciones, especialmente las que tuvieron lugar en septiembre. Cualquier propuesta mal explicada, o mal recibida, puede ser la chispa que prende las calles.
2. El presidente es el coordinador general de la respuesta ante la emergencia, una camiseta que le ha dado visibilidad y reconocimiento. Pasar a ser el promotor de medidas que generan rechazo en ciertos sectores, como los sindicatos, exigen sacrificios en popularidad y pérdida de capital político, algo que aparentemente no está dispuesto a asumir.
3. Existe una genuina incertidumbre acerca del futuro. Hay muchos factores desconocidos pues no se sabe cuándo y cómo terminará la pandemia. Las cosas pueden cambiar para bien o para mal. “Ante la duda, abstente” parece ser la guía del gobierno, cuando en realidad se debería pensar que “es mejor prevenir que curar”.
4. No hay líderes globales que estén dando ejemplo. Las personas que están en posiciones de poder no están liderando un proceso de cambio, y los líderes que tratan de orientar la humanidad –con conocimiento, evidencia y experiencia— no tienen poder.
5. No hay presión externa. Históricamente, el FMI y el Banco Mundial fueron fuerzas impulsoras de reformas. Ahora están en una actitud más tolerante, dispuestos a financiar a los países, sin hacer demasiadas preguntas. Esto es parte producto de los errores del pasado en algunos de sus diagnósticos y recomendaciones. Entretanto, las firmas calificadoras están en modo cuarentena. Pero cuando salgan del confinamiento pueden producir una serie de decisiones poco placenteras, si no se actúa desde ya.
Por último, el auge petrolero creó expectativas poco realistas e instaló una forma de pensar y actuar, en la que creemos que cualquier cosa es posible y, sobretodo, fácil. Queremos aprobar más derechos y garantías, más beneficios y privilegios de una y otra índole, sin pensar en los recursos necesarios para financiarlos.
Este es el momento de enfrentar todos estos retos. La demagogia tratará de evitarlos, con un gran costo para 50 millones de colombianos.