En épocas clásicas, la educación era el sueño de formar jóvenes nobles, -caballeros y damas-, virtuosos, prudentes, justos, mesurados en todo, valientes y corteses a la vez, disciplinados, esforzados, estudiosos, con una gran fe en Dios y el amor por la patria vibrando en su corazón.
Eran los principios elementales de una sociedad que se proponía hacerlos pioneros en el honor y la madurez, ser los relevos juiciosos de las generaciones y depositar, en su alma, aquilatadas nociones de humanismo.
Unos jóvenes bondadosos, sabios y caritativos, decentes, amorosos con sus padres, solidarios con los menos favorecidos, en fin, ciudadanos dotados del criterio y la certeza necesarios para cultivar la semilla de los valores, sembrada en su génesis espiritual.
Ellos contenían en sí mismos la esencia de la tradición y eran la esperanza de los hogares, de la redención de la familia, de la recuperación de la decencia y, en especial, de la urbanidad y el respeto: esa era su misión sagrada…
Y los mayores debíamos dirigirlos en el ascenso a su propia libertad, después de arraigar en ellos un compromiso moral íntimo, derivado de sus derechos y deberes, del estudio y la constancia suficientes para tejer su sensibilidad con una ética responsable.
Epílogo: Un bonito dibujo, ¿verdad? Sólo hace falta tomar la paleta de colores, empezar a mezclar, otra vez, las costumbres ancestrales y pintar la espiritualidad juvenil abigarrada de ilusiones e inspirada en el anhelo social de renacer.