Chile iba aceleradamente a alcanzar un nivel alto de desarrollo. Es el país de Latinoamérica con el segundo menor índice de pobreza (10,9%) después de Uruguay, el de menos desigualdad, con un coeficiente Gini de 0,47 (Colombia 0,526), el de mayor ingreso per cápita, USD$13.231,7 (Colombia USD$5,332,8), y el de mejor índice de desarrollo humano 0,851 (Colombia 0,767). Era la envidia de las demás naciones del Continente.
A pesar de todos esos avances, Chile sufrió hace unos meses una oleada de desbordada violencia, destrucción de infraestructura urbana y del metro de Santiago, incendios y saqueos de bancos, comercios e iglesias, y bloqueos permanentes de calles y avenidas. Al final, el Gobierno aceptó que se convocara a una asamblea constituyente que terminó con mayorías de izquierda. En las elecciones recientes, ganó la Presidencia un muchachito de 35 años, radical de izquierda, con trastornos psiquiátricos, sin ninguna experiencia y muy poca preparación académica.
Varias razones convergieron para el desastre. Muchos acomplejados, herencia de la dictadura pinochetista. Una policía temerosa de usar la fuerza y un Ejército que de ninguna manera quiere ser acusado, otra vez, de violar los derechos humanos. Un Gobierno y una derecha débiles, tibios, acobardados, reactivos, cortoplacistas, sin visión estratégica, siempre a la defensiva. Y sobre todo, una profunda incapacidad de entender el valor de la cultura y sus efectos en sectores sustantivos de la población.
No leyeron nunca a Antonio Gramsci. “La única forma que tenemos de hacernos con el poder, como comunistas, no es como hizo Marx. Nosotros debemos infiltrarnos en la sociedad, infiltrarnos dentro de la iglesia, infiltrarnos en la comunidad educativa lentamente, e ir transformando y ridiculizando las tradiciones que se han sostenido históricamente, con el fin de ir destruyéndolas y formando la sociedad que nosotros queremos”, dijo. “La conquista del poder cultural es previa a la del poder político, y esto se logra mediante la acción concertada de los intelectuales llamados ‘orgánicos’ infiltrados en todos los medios de comunicación, expresión y universitarios”.
Fue la acción penetrante, sistemática, incesante, del relato marxista en las escuelas y universidades, el que consiguió que, muchos chilenos estén hoy convencidos de que el sistema económico capitalista, el libre mercado, el que consiguió los logros innegables arriba señalados, es un fracaso y había que cambiarlo y que para ello la revolución era un deber. Un discurso tan potente que ni siquiera se detuvo frente a los hechos, las cifras, los datos de un Chile que, sin discusión, progresaba y dejaba atrás la pobreza, y que, en cambio, se abraza a Cuba y Venezuela, que fracasan rotundamente. Es, otra vez, la realidad avasallada por el relato, como en la negación del holocausto estalinista y maoísta, como en la sublimación del carnicero del Ché Guevara, como en la deificación de los tiranos, de Castro o de Chávez.
Chile es una advertencia, una alarma. En Colombia también el relato marxista viene haciendo hace años su trabajo en los colegios, en las universidades, en las iglesias, en los medios de comunicación, en el sistema de administración de justicia. Acá también la izquierda radical se ha dedicado a deslegitimar el régimen democrático. Y sería un grave error confiarse en las cifras de crecimiento económico, formidables este año.
Estas elecciones exigen generosidad, entrega, trabajo sin descanso, un empresariado consciente y actuante. Pero, sobre todo, dejar los egos, las vanidades, las legítimas aspiraciones personales y partidistas a un lado, y construir una unidad de quienes defendemos la democracia, las libertades y la economía de mercado como el mejor mecanismo para crear riqueza, generar empleo y reducir la pobreza. De esa unidad depende el futuro.