Muchos años después, habría de recordar aquella noche fría bogotana, cuando unos amigos ocañeros me invitaron a una fiesta de cumpleaños de alguna paisana.
-¿Cuánto hay que aportar? –pregunté yo, sabiendo que mi escuálido bolsillo mercedeño estaba rayando en la carramplana.
-Nada. Sólo llevás la guitarra y listo. Allá hay bolegancho de sobra y cocotas para bajarlo.
No me hice del rogar. No sé por qué extraña razón, yo, sin ser ocañero de nacimiento, siempre he tenido mucha afinidad con los “güichos”, soy admirador de la belleza de la mujer ocañera y devoto fervoroso de la Virgen de Torcoroma. Por saborear una auténtica arepa ocañera voy a donde tenga que ir, y por estar con ocañeros, me les cuelo a sus reuniones, aun sin invitación. Después les queda muy difícil sacarme.
Ahora recuerdo las muchas arepas ocañeras que consumí con el inolvidable Luis Eduardo Lobo Carvajalino, Ólger García y el padre Edwin Avendaño, en épocas remotas y sabrosas de la Academia de Historia. Con bocachico frito, queso rallado, aguacate, café negro y buenos cuentos ocañeros.
Pues bien. Aquella noche fría de la capital, me le acerqué a la cumpleañera:
-¿Cómo te llamás? –le mandé el “vos”, para que viera que yo era de los mismos.
-¡Torcoroma! –me dijo orgullosa. No podía llamarse de otro modo: Con esos ojos, esa piel y esa sonrisa. Soy de los que piensan que cada quien lleva el nombre que debe ser. Mi mamá, por ejemplo, se llamaba Desideria. No me la imagino llamándose Juana. Eustorgio es un nombre apropiado para el director de un periódico, Nohemí sólo le queda bien a Nohemí, y Santander no hubiera podido ser Simón Santander. Cote Lamus, en la elegía a su padre Pablo Antonio, le dice: “Pablo eras nomás. Padre, qué poco Antonio te llamabas”.
Así que mi nueva amiga se llamaba Torcoroma, nombre sonoro, de montaña, tierno como el agua, arrullador como una caricia. Pero, sobre todo, nombre sagrado. Para recordar a la patrona de Ocaña. La leyenda cuenta que Torcoroma era el nombre de la montaña donde apareció la Virgen, el día que los hermanos Melo fueron a cortar un árbol para una canoa de su trapiche. En una astilla estaba la imagen llena de luz, que iluminó la montaña.
Desde entonces, la fama de sus milagros corre de boca en boca (como decía la propaganda de los cigarrillos Pielroja, el otro día, cuando fumar no era prohibido). Los sábados, el camino que va hacia Torcoroma se llena de peregrinos que acuden a pagar sus promesas y a recoger agua de la fuente que allí nació y que cura dolencias de cuerpo, corazón y espíritu.
-Ve, lindo, decime: ¿Vos cómo supites que yo era ocañera?-me preguntó Torcoroma, cuando le canté aquella hermosa canción Ocañerita, de Miguel Ángel Quintero y música del maestro Rafael Contreras Navarro.
-No se necesita ser muy adivino, le contesté, mientras preparaba “La Mugre” de Alfonso Carrascal Claro. Me le vine con varias canciones de la región, tal vez no muy bien cantadas, porque apenas medio zurrungueo la guitarra, y con algunos chirrinches la voz medio se aclara, pero se hace el esfuerzo...
Muchos años después, habría de recordar aquella fría noche bogotana. Para ser exactos, la recordé antier, 16 de agosto, día de la virgen de la Torcoroma. Y recordé que debo ir a Ocaña a pagarle una promesa. Las promesas hay que pagarlas. Los ocañeros saben lo que le pasó a Antón García de Bonilla, por no cumplirle una promesa a Santa Rita. Por ahí dizque sale, en noches de luna, a dar guerra a caballo…
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