Con entusiasta reiteración muchos de los que han detentado el poder en Colombia pregonan como ejemplar la democracia asignada a la nación. La sobredimensionan para mostrarla como la de mayor fortaleza en América Latina. Es una marca sin fractura, de relevante integridad, dicen convencidos de esa hipérbole. Lo cual, según ellos, debe tomarse sin reservas y ser motivo de orgullo dada la identidad que proporciona ante la comunidad internacional y debe ser tomada en cuenta por todos los habitantes del país. Es una versión acuñada a pesar de las ostensibles carencias predominantes, para las cuales no se ofrecen políticas efectivas llamadas a reparar tanto deterioro social generalizado.
Esa versión de la radiante democracia en Colombia tiene crédulos, aun al más alto nivel, así sea por imposición de protocolos de reciprocidad. Lo puso en evidencia el rey de España al entregarle al presidente Iván Duque un reconocimiento de exaltación de lo que era la democracia en el país, demostración de una falta de información, tanto más censurable cuanto que se trata de quien está investido de una autoridad sobresaliente y por consiguiente lo que dice debe responder a certezas irrefutables en guarda de su propia imagen.
La realidad pone de presente que la democracia en Colombia no es como la pintan para la exportación. Hechos consumados en forma recurrente en la nación no dejan duda que se tiene una democracia fallida. Porque los indicadores internacionales dan cuenta que la nación figura entre las más desiguales socialmente en América Latina. La pobreza, la exclusión, la discriminación y el desconocimiento de los derechos, configuran una brecha alarmante para la cual no hay remedio oficial, porque todo tiende a mantener los privilegios de unos cuantos, como reiteración de la sociedad clasista heredada de la España imperial. Ese modelo parece hacer parte de las piezas inamovibles del sistema desde la agresiva conquista.
Democracia fallida sí por su vulnerable sistema electoral, por los repetidos abusos de poder, por la violencia consentida desde arriba, por la corrupción con sus variadas versiones, por el ejercicio político viciado, por los clanes especializados en el enriquecimiento ilícito, por las agresiones contra sectores que viven a su manera sin caer en el fango de la delincuencia. No hay democracia cuando el Congreso se convierte en aliado del Ejecutivo para aprobar leyes que lesionan al pueblo. No hay democracia cuando la tierra está en poder de latifundistas indolentes, a quienes no les importa la pobreza de los campesinos. No hay democracia cuando la mentira se convierte en soporte de gobierno.
Por toda esa acumulación de descalabros se requiere un viraje de cambio que garantice una democracia funcional para todos. Y las elecciones de este año son una oportunidad que debe aprovecharse.
Puntada
Los candidatos a los cargos de elección popular están en la obligación de dar a conocer sus propuestas sin decir mentiras.
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