Muchos bogotanos, yo incluido, nos pusimos muy contentos con el anuncio de que, por fin, vamos a poder montar en metro, un sistema de transporte que funciona en la mayoría de capitales del continente, con la exclusión de Bogotá, una metrópoli que no ha tenido suerte con sus alcaldes, quienes no han sido capaces, en contraste con sus colegas, de Medellín, Caracas, Quito y Panamá, de construir uno de los más grandes sueños de los diez millones de almas que habitamos aquí.
¿Quién es el culpable de que sigamos soñando? En primer lugar, el Concejo capitalino que desde hace muchos años está en poder de un grupo de políticos que antepone sus intereses a los de la ciudad. En segundo lugar, el Gobierno Nacional que ha sido tímido en apoyar los deseos de los capitalinos y, en tercer lugar, el mayor enemigo del metro, el actual alcalde Enrique Peñalosa, promotor del contaminante sistema de buses diesel, que nos impregnan de humo y no es solución sino para los bolsillos de unos empresarios, herederos del mítico Silvino Sánchez, el propietario de los desprestigiados buses azules, que también colaboraron eficazmente, en la contaminación de la ciudad.
¿Cuál ha sido la causa de la demora de un metro programado desde la década de los cincuenta? Sencillo: han primado los intereses de unos transportadores que se han opuesto con patas y manos a que desaparezcan los viejos armatrostes y remplazarlos por modernos sistemas que acaben con los monopolios, engordados por los bolsillos de los capitalinos, que se han visto obligados a soportar demoras, carestía e ineficiencia. Es tan absurda la situación que ni siquiera se ha rehabilitado el viejo ferrocarril, que en otras épocas fue eficaz sustituto de los buses en los paros de transporte.
La segunda ciudad colombiana, Medellín, se adelantó en la solución del transporte: construyó su metro, su teleférico, su tranvía. Para ellos todo es fácil: toda la ciudad está de acuerdo en progresar y mostrar a los demás su espíritu cívico, su corazón emprendedor y, sobre todo, su amor por el terruño. En Bogotá, por el contrario, han ocupado la Alcaldía gentes extrañas que no se sienten bogotanas ni sienten el amor por la tradición, no crecieron viendo el Mono de la pila, La Rebeca o el parque de Los Mártires. Y tal vez no han subido a Monserrate o Guadalupe, ni han ido en teleférico, funicular o bicicleta. Son extraños que no quieren la ciudad ni tienen raíces acá, Muchos extrañan a su pueblo y creen a pies juntillas que nada es mejor que el carnaval de Barranquilla o las carrozas de Pasto. Por eso, creo yo, la mitad de los capitalinos odian la ciudad, hasta el punto de que destruyen los teléfonos, pintan las paredes y apedrean los buses. No hay sentido de pertenencia.
Es tan evidente la falta de cariño por mi ciudad que no se pudo volver a realizar el carnaval porque se convirtió en escenario de gentes sin educación. También los buses de la era Peñalosa han sido víctimas de quienes viajan sin pagar, atacan a los empleados y destruyen los paraderos. La barbarie es total. Tal vez porque no existe la cultura de defender las propiedades de Bogotá, que no es de nadie. No es la ciudad donde nacimos mi padre, mis hijos y yo. Está en manos de gentes que no la quieren ni le agradecen la generosidad con que los ha recibido. Ojalá algún día cambie esa ingratitud. GPT