Aquella sensación temprana de ser viento, como la de los pájaros, o de colorear el cielo con las alas de las mariposas era genuina, sencilla, y nos tocaba los labios con una sonrisa que parecía de pan cuando éramos niños.
Era el rumor de la ingenuidad, la imagen de la hidalguía de vivir que brotaba de los ojos claros, constantes en hidalguía, limpios, como los de un campesino puro, o como las hojas en la mañana, rociadas de esperanza.
Era un bonito proceso de asomo a las fábulas que surgían frescas, con una maravillosa ceremonia de aventura, que se daban a borbotones para acomodarse, luego, en los recuerdos.
Era batallar por los propios sentimientos, vivir y sentir que es preciso ser como un ruiseñor para volar libre, con el horizonte desplegado, con las manos abiertas para tupir la red de las ilusiones.
Era pensar en que todo permanecería así, con la mirada sabia -como antes de aprender-, llena de esa plenitud que arropa los sueños originales en el preludio de dormir, o los hace silencio en la quietud del pensamiento.
Era el derecho a la nobleza de ser humildes, a sembrarnos en el amor a los mejores años de la existencia para detener el avance del tiempo…hasta cuando se pudiera, en este peregrinaje.
Era que la vida nos aguardaba a los viejos de ahora, y a los que han de venir pronto, con un anhelo de recordar las cosas como cuando teníamos el sol, la luna y los árboles para trepar.
Eran los indicios azules de que lo bello estaba contenido en los pétalos de las flores: estoy seguro de que, aún, ¡todo espera detrás del viento…!