Flacos, tostados, resecos y con las pieles empolvadas por la arena que levanta el viento fronterizo llegan en grupo, o uno a uno, los comensales venezolanos a la casa de paso Divina Providencia, en el barrio La Parada, a escasos pasos del puente internacional Simón Bolívar.
Su motivación es la comida, “buena, buena comida” según exclaman al reconocer que por fin tienen alimentos que satisfacen su necesidad de proteínas y dignidad, después de ajustar el cinturón semanas atrás.
Los maleteros y vendedores ambulantes llegan con los pies ajados, y sus barbas rudimentarias, para organizarse en una fila, tal como hacen en el puente, esta vez para cazar no un cliente sino alimento.
Pacientes, aguardan frente a la entrada de la casa, conversan sobre los pesos hechos en el día, mientras las mujeres arman otra fila bajo una tímida sombra, junto a la puerta del lugar, y las que tienen niños de brazos esperan dentro, llorando lágrimas a las que les cuesta bajar por la aridez de sus mejillas.
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Mientras, el sacerdote Hugo Suárez, de la parroquia San Pedro Apóstol, organiza con los voluntarios de la Diócesis católica de Cúcuta las mesas para adultos y niños, y entre todos sirven las raciones.
El miércoles hubo lentejas, arroz, papa, carne desmechada, jugo y plátano maduro.
Para algunos, un plato con el que ahorran casi cinco mil pesos: “mucha plata”, dicen las madres cuyos niños comen con las mejillas repletas, mientras ellas los vigilan.
Desde Yaracuy, Maracaibo, Rubio, y hasta Caracas llegaron a la frontera a trabajar, “a hacernos una vida que allá no hay”, pasando paquetes sobre el puente, o hasta cien kilos de carne al día por las trochas, y aquí se encuentran.
En las mañanas, según el sacerdote José David Cañas, encargado de los movimientos apostólicos de la Diócesis, “se les da un cafecito, o lo que tengamos, y hacia las 10:30 se hace un momento de espiritualidad para aliviarlos”.
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Con música de alabanza a un Jesucristo invisible, pero presente, se abrazan, se bendicen, oran, y vuelven a llorar.
“Sienten la cercanía, y acá, aunque estén sudorosos o con su ropa llena de tierra, se les ama”, dice.
Hasta el momento, han contabilizado 15 mil almuerzos entregados durante un mes de actividad de la casa de paso, por la cual han transcurrido no solo los habitantes del otro lado de la frontera, sino extranjeros, de los que recuerdan unos argentinos rumbo a su país, agobiados por el hambre.
Según Cañas, “lo que escuchamos en confesión es que lo urgente es medicina y comida, porque ellos tienen resuelta la situación de agua, servicios, luz, vivienda, pero la escasez es de alimentos”.
A diario, los migrantes buscan cómo trabajar en algo, y en la casa de paso aseguran la comida; incluso hay gente que viaja desde Rubio únicamente a almorzar, y retorna.
“El milagro es que la ciudad ha sido generosa y solidaria”, dice Cañas, quien resalta la unión de gremios para ayudar.
Los peleteros, por ejemplo, se encargan de la comida los miércoles; los viernes, están los confesionistas y los encargados de lavar yines; Cenabastos se vinculó los jueves, y el sábado es de los carboneros.
“Es gente de buen corazón que se está agrupando y ellos mismos dan una ofrenda, la preparan, la sirven y eso hace que la caridad sea activa”, destaca.
Católicos o no, todos se hacen caber para compartir parte de la escasez de la región y convertirla, como afirma el sacerdote Suárez, en “divina providencia” para dar un sabor distinto a la amarga frontera.