Por Patricia Giraldo
En los últimos años las calles con movimiento comercial en Cúcuta han sido tomadas por un buen número de personas, especialmente hombre, que las convirtieron en su hábitat permanente. No pertenecen a la categoría de los “loquitos del pueblo” de hace 30 o más años, personajes pintorescos con un trastorno mental que no causaban daño, y casi que gozaban de la protección de la comunidad. En ese grupo, todavía en Cúcuta se recuerdan a María, la mujer vestida siempre de rojo que manoteaba eternamente con un imaginario, y a Elisa, quien arreglada y en tacones, salía a visitar al Alcalde y al Gobernador porque debían pagarle el arriendo de esos inmuebles que ella decía eran de su propiedad.
Si quieres tener acceso ilimitado a toda la información de La Opinión, apóyanos haciendo clic aquí: http://bit.ly/SuscripcionesLaOpinion
Eran caminantes de las calles de una ciudad que aún no producía miseria, ni drogas alucinógenas. Pero entrados en el siglo XXI el panorama cambió y hoy, además de enfermos mentales inofensivos e indigentes, encontramos en parques y calles a los consumidores de estupefacientes exhibiendo en público toda la degradación de la adicción. Ellos son, quizás, la población callejera más abundante y riesgosa para la ciudad.
Se volvió normal verlos con alguno de sus brazos extendido portando aún la jeringa de la última dosis, o sentados en grupo en un andén, o en la puerta de una casa o negocio cerrado, tratando de rendir la papeleta de la desgracia. Imposible ignorarlo. Están por todos lados, incluso, a la vista de la Policía que se ha declarado impotente para abordar estos enfermos que se vuelven potenciales delincuentes.
Y junto a ellos deambulan sin futuro enajenados mentales y pobres absolutos, que no alcanzan ni siguiera el renglón de la informalidad. Estos últimos se pasan el día y la noche rebuscando en basureros algo que los ayude a subsistir. Es posible que algunos, haciendo uso del libre albedrío, escojan la calle para vivir, pero en una sociedad humana, no tendría que ser en ese estado de miseria. Los tres grupos viven esquivando a los “limpiadores sociales” que buscan reducirlos cuando el número sobrepasa lo comunitariamente aceptado. Rescatarlo, rehabilitarlo, es tarea de muy pocos.
Lea también: Hechos 2021: Estratos bajos jalonaron los ingresos en 2021 en Cúcuta
¿Cuántos son? Más de mil, menos de mil. Depende de quién los cense. Pero en ese número rondan por Cúcuta, y cada día pueden ser más y más cercano a cada núcleo familiar, porque la tentación que los atrapa corre sin control por colegios y reuniones de amigos ¿Qué hacer? Depende de la sensibilidad de los funcionarios al frente del gobierno y de las políticas adoptadas para hacerle frente a la habitanza de calle.
Colombia tiene una ley para proteger esta población, la 1643 de 2013, pero hasta la fecha, el avance en su implementación es poco. Wilfredo Grajales Rosas, sociólogo y ex director del Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la Juventud de Bogotá, IDIPRON, advierte que se requiere apoyo gubernamental y privado para emprender programas que recuperen a los habitantes de calle.
Cúcuta tiene ya un Centro habitacional para atenderlos, pero el lugar es insuficiente para la demanda. Juan José Londoño, responsable en la Alcaldía del tema, es consciente de las limitantes y concuerda con Grajales en la necesidad de unión entre los entes particulares y la administración para asumir el reto.
Un punto de encuentro en la búsqueda de soluciones podría ser el Hospital Mental Rudesindo Soto, idóneo para asumir esta problemática, y dueño de la granja La Gloria, localizada a la salida del municipio El Zulia, con capacidad física para programas que ofrezcan una nueva vida a los habitantes de calle. Porque ellos necesitan más que casa y terapia para rehabilitarse.
Los funcionarios del Hospital aseguran que pueden atender esta población, si sus integrantes solicitan ayuda voluntaria. Sin embargo, Grajales Rosas advierte que, en el caso de los drogodependientes, ellos carecen de voluntad para emprender este camino, por tanto la estrategia no es esperar que pidan ayuda. Hasta este punto muerto va la solución local.
Para el grupo de indigentes –o pobres absolutos-, incrementados por algunos migrantes desplazados de su país por la precariedad económica, y que deambulan camuflados como vendedores informales de cualquier producto comerciable (dulces, tapabocas, o simplemente lástima, sí el cuadro de una madre con niños pequeños genera ingreso), la solución es más complicada.
El reguero de niños mendigos o acompañantes de mujeres mendigas no lo controla nadie. No hay conmiseración, pública o privada, capaz de rescatar los infantes de semejante destino miserable. Tampoco empleos o subempleos para brindarles mejor opción de vida a sus padres. Solo un rebusque oprobioso para ellos y la ciudad.
Conozca: Cúcuta le dice no a la xenofobia
Y estos nuevos inquilinos han convertido muchos sectores de la capital nortesantandereana en muladares formados por sus heces y orines, regadas indiscriminadamente, sin ente aseador o sanitario que lo soluciones. Basta caminar por los andenes de colegios o clubes urbanos para encontrar y padecer la huella del proceso digestivo de estos infortunados.
Y sin política de Estado que ayude a la ciudad a corregir este flagelo, Cúcuta sigue llenándose de habitantes de calle, ante el miedo y la impotencia de los demás residentes que solo tienen como salida, en unos casos, huir. Huir de esta nueva amenaza que podría costarles la vida por culpa de la urgencia de una dosis, o del hambre.
Gracias por valorar La Opinión Digital. Suscríbete y disfruta de todos los contenidos y beneficios en http://bit.ly/SuscripcionesLaOpinion