'La Venezuela que viví' es el reciente libro de la excanciller María Ángela Holguín, quien conoció de primera mano, como embajadora y como ministra de Relaciones Exteriores de Colombia, la realidad de Venezuela entre 2002 y 2018.
Se trata de una historia atada a la frontera con Norte de Santander, especialmente en el sector de La Parada (Villa del Rosario) y del inesperado cierre de los puentes internacionales, que aún se mantiene vigente, así como todo tipo de comunicación con el vecino país.
Durante una década, primero como embajadora en Caracas y luego como canciller, Holguín vivió el día a día de la Revolución Bolivariana de Hugo Chávez y de Nicolás Maduro. “Este libro es un retrato de estos dos personajes que llevaron al despeñadero a la otra nación más rica de Latinoamérica”, reseña el texto.
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La Opinión le trae el fragmento “El punto de quiebre con Colombia” del capítulo 4.
El punto de quiebre con Colombia
Mientras los venezolanos se ilusionaban con la ventana de oportunidad que significaban las elecciones de fin de año, las relaciones binacionales sufrirían un daño irreparable a partir del miércoles 19 de agosto de 2015, cuando el régimen desencadenó el episodio más duro de mis ocho años en la Cancillería y que se convertiría en antesala de la gran crisis migratoria que hoy vive el continente.
Ese día, Maduro ordenó cerrar la frontera en el estado de Táchira, límite con Norte de Santander, después de un incidente con un militar herido tras un enfrentamiento con contrabandistas. Pero la versión oficial del gobierno venezolano señaló que paramilitares colombianos habían atacado una patrulla del Ejército en San Antonio.
Yo estaba en mi oficina en la cancillería cuando llegaron los primeros reportes de lo sucedido y les pedí a los funcionarios encargados que hablaran con el consulado en San Antonio del Táchira y averiguaran qué estaba pasando.
Al día siguiente, jueves, viajaba a Costa Rica a una reunión de Focalae, un foro de diálogo y cooperación entre Asia y América Latina, pero estaba muy pendiente de saber qué había sido tan grave en la frontera como para que la hubieran cerrado. Al llegar a San José pregunté si la canciller de Venezuela había confirmado la asistencia al encuentro y me dijeron que sí. Inmediatamente pedí que se solicitara una charla con ella.
Delcy Rodríguez y yo nos reunimos en la tarde del viernes 21 y ya en ese momento sabía del cierre del paso fronterizo y del decreto del estado de excepción que respaldaba la decisión, pero todavía no se había iniciado el éxodo de colombianos.
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En la reunión hablamos del cierre de la frontera, de la situación de violencia en esa zona, y le reiteré la importancia del trabajo conjunto, en el que nunca creyeron. La canciller Rodríguez mantuvo la misma actitud poco amigable que siempre la caracterizó.
Se veía sin ninguna intención de sostener un diálogo constructivo. Hizo un relato del episodio de los militares agredidos, de la presencia de grupos paramilitares que buscaban desestabilizar el Gobierno y reveló que estaban deportando a las personas indocumentadas.
Fue una reunión poco productiva, y por su actitud me dio a entender que la situación en la frontera se podía agravar, especialmente en lo relacionado con la expulsión de los colombianos. Ese fue el mismo tono que Delcy Rodríguez mantuvo durante los tres años que permaneció en la Cancillería.
Venezuela declaró el estado de excepción en cinco municipios de la frontera, y en los considerandos del decreto respectivo argumentó la ocurrencia de circunstancias delictivas vinculadas a fenómenos como el paramilitarismo y el narcotráfico. La norma permitía allanar casas, confiscar bienes, practicar requisas y restringir el tránsito de personas.
Ese mismo día, Maduro ordenó movilizar 1.500 integrantes de la fuerza pública a la zona de frontera. En condiciones normales, esta sería la reacción de un Estado al que le preocupa la seguridad de sus ciudadanos, pero nada encajaba porque en forma permanente grupos delincuenciales de todo tipo se paseaban y hacían lo que querían en la frontera. Allí existen redes de contrabando desde hace mucho tiempo y se lo habíamos planteado decenas de veces, prácticamente en todas las reuniones en las que nos encontrábamos.
La violencia generada por esos grupos sólo se puede controlar con cooperación entre los dos países, pero siempre la rechazaron, nunca quisieron que las fuerzas de seguridad trabajaran conjuntamente. Es que ni siquiera permitieron que las autoridades de las dos regiones se comunicaran.
En realidad, en ese momento era difícil entender lo que estaba pasando en la frontera, qué era lo distinto que ocurría ahora a lo que sabíamos perfectamente desde hacía muchos años. El embajador Ricardo Lozano me confirmó lo que ya sabíamos: que se había producido un incidente en San Antonio, que habían atentado contra militares venezolanos y que al parecer los responsables eran personas que vivían en barrios de invasión del borde del río.
Pero dijo algo preocupante: que cientos de colombianos estaban pasando el río Táchira para dirigirse al corregimiento de La Parada, en Villa del Rosario de Cúcuta, la población situada en el lado colombiano una vez se pasa el puente Simón Bolívar.
Según el embajador, y ese dato me impresionó, los venezolanos habían puesto alambre de púas en el puente para evitar que la gente pasara por ahí.
La Parada es un lugar muy conocido por los habitantes de la frontera porque es eje del contrabando y todo sucede allí a la vista de las autoridades. Son decenas de bodegas repletas de mercancía ilegal, a donde va la gente de Cúcuta y Villa del Rosario a hacer compras.
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Ese día, mientras yo regresaba a Colombia, el presidente Santos estaba en Bucaramanga con varios ministros en uno de los talleres que hacía los sábados en distintas ciudades del país. Ya había empezado la reunión cuando le avisaron que muchos colombianos estaban llegando a Cúcuta y de inmediato le pidió al ministro del Interior, Juan Fernando Cristo, que viajara a Cúcuta a ver lo que estaba pasando y a coordinar con las autoridades la respuesta del Gobierno.
El ministro Cristo es de Norte de Santander y muchos años atrás había sido cónsul en Caracas y por lo tanto conocía muy bien la problemática de los colombianos en Venezuela. Agradecí que Cristo fuera el ministro del Interior en ese momento porque me sentí acompañada en el desastre que me tocaría asumir. Ese sábado me informaron que la expulsión se llevaba a cabo de manera violenta y amenazante y que los colombianos estaban asustados, sin saber qué pasaba.
Si bien las deportaciones habían aumentado mes a mes desde 2014, nos habíamos esforzado en atender a los afectados y varias veces fui a hablar con ellos para ver cómo los ayudábamos. Pero ahora, la deportación masiva proveniente no sólo de los barrios de invasión de San Antonio del Táchira, sino de todas las zonas de ese país, era algo completamente nuevo.
Fue así como de un momento a otro Venezuela desencadenó la más grande expulsión de ciudadanos colombianos en la historia de los dos países. En tres o cuatro días, cerca de 20.000 colombianos salieron con una mano adelante y la otra atrás.
Había gente que llevaba muchos años en el vecino país y muchos de ellos ni conocían Colombia. Si bien la operación —según dijo el gobierno venezolano— estaba concentrada en los estados de Táchira y Zulia, fronterizos con Colombia, lo cierto era que llegaban personas de todos los rincones de Venezuela. Se contaban por cientos los matrimonios de venezolanos y colombianos separados a la fuerza porque sólo sacaban a los colombianos.
También, madres colombianas alejadas de sus hijos porque estos eran venezolanos. Recuerdo el doloroso relato de una mujer que dijo que la habían tratado de muy mala manera y que su marido y su hijo, que salieron a defenderla, fueron llevados a la trocha donde los golpearon y les lanzaron agua fría. Así fue su salida de un país en el que habían vivido por años.
De la noche a la mañana tenía en mis manos el problema humanitario más grande de los tiempos recientes. No sólo eran 20.000 personas sin techo ni comida, sin salud ni educación, sino que estábamos en la antesala de la grave crisis humanitaria que el mundo vería en los años venideros: el éxodo de millones de venezolanos que para salvar sus vidas y las de sus familias no tuvieron otra opción que escapar de su país.
Nada puede ser peor para una nación que su gente se sienta obligada a salir, a buscar un futuro en cualquier otra parte porque sus gobernantes les destruyeron las esperanzas.
El ministro Juan Fernando Cristo colaboró en el manejo de la crisis y desde el mismo domingo que llegó a Cúcuta organizó en la sede de la Policía un puesto de comando y control llamado Mesa Humanitaria Unificada. Además, la Unidad Nacional de Gestión de Riesgo de desastres (UNGRD), en cabeza de Carlos Iván Márquez, coordinó con la Cancillería la compleja operación de darles comida, ropa y un lugar donde dormir a todos los que iban llegando. Y la Alcaldía de Cúcuta y el gobernador de Norte de Santander adecuaron parques, un gran coliseo y colegios para recibir a la gente en carpas.
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Afortunadamente, meses atrás, en el primer semestre del 2015, en una reunión en la Casa de Nariño con William Lacy Swing, director de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), el presidente Santos comentó su preocupación por la situación de Venezuela y le pidió diseñar un plan de atención con el acompañamiento de la Cancillería por si se producía la salida masiva de venezolanos y de colombianos residentes en Venezuela hacia nuestro país.
Con el paso de los días empezamos a recibir información concreta del horror desatado por la guardia venezolana en Táchira. La expulsión de los colombianos se había iniciado en los barrios de invasión Mi pequeña Barinas y Ezequiel Zamora, habitados por colombianos y matrimonios de venezolanos y colombianos.
Luego, marcaban las casas, como en las peores épocas del nazismo. Unas eran pintadas con una letra D, es decir, para demolerlas, y otras con una R, lo que significaba que ya habían sido revisadas. Muchas viviendas fueron destruidas sin que la gente pudiera sacar sus enseres. También supimos que antes de sacar a los colombianos al río, la Guardia venezolana les tapaba la cabeza con una bolsa negra.
Las imágenes que me llegaron eran siniestras y salvajes. Las miraba y sentía una impotencia muy grande. Lo que sucedía en la frontera me llevó a cuestionar el oficio que había escogido veinticinco años atrás. ¿Para qué la diplomacia si no se puede frenar una barbarie de estas dimensiones? Era muy impresionante ver a la Guardia venezolana frente al río, en actitud de guerra, como si tuviera al frente a su peor enemigo.
En ese mundo de la frontera, de esos barrios de invasión, de esa pobreza contenida, no se puede decir que no hubiera gente de grupos armados; al contrario, por muchos años fueron refugio de las Farc, del ELN, de grupos de paramilitares a los que llaman Águilas Negras; de bandas mafiosas como los Rastrojos, los Pelusos, o como los llamen. Todos viven del contrabando, no sólo de gasolina, de alimentos, de armas, de droga, de absolutamente todo lo que signifique dinero.
Otra de las causas de ese fenómeno delincuencial fue el enorme diferencial cambiario, que produjo efectos perversos para la frontera.
En medio de esa ecuación vivían los colombianos, muchos de los cuales nacieron en territorio venezolano y sus padres lucharon arduamente obtener la nacionalidad. Por décadas fueron víctimas de abusos y extorsiones por ser ilegales y las redadas de las autoridades se concentraban en las carreteras y en los barrios donde se sabía que habitaban los colombianos.
Recuerdo que cuando yo era embajadora en Caracas, en numerosas ocasiones el cónsul Juan Carlos Posada me contaba las historias dramáticas que a él le narraban los colombianos de cómo eran maltratados y vivían atemorizados por los retenes de la Guardia Nacional. Había un sector entre Maracaibo y Maicao que los colombianos evitaban frecuentar aunque ello implicara dejar de ver a sus parientes, por miedo a los retenes y a lo que les costaba el ‘raqueteo’, es decir, la exigencia de dinero por parte de los militares venezolanos.
Esos fueron los colombianos que ayudaron a construir ese país, que hicieron el trabajo que ningún venezolano quería; eran plomeros, mecánicos, albañiles, maestros de obra, pero nunca pasaron de ahí porque muy injustamente siempre fueron considerados ciudadanos de segunda.
También recuerdo que cuando era embajadora, muchos venezolanos me invitaban gentilmente a sus casas y después de abrir la puerta me decían “si quiere pase primero a la cocina, que sus coterráneos estarán felices de saludarla”. Conocí a muchos de ellos, que veían a Venezuela como el país que les había abierto las puertas y les dio trabajo.
Lo mismo ocurría cuando iba a algún restaurante y casi siempre se acercaba el mesero a decirme “en la cocina la esperan sus paisanos para que los salude”, lo que me hacía muy feliz porque me gustaba que sintieran que la embajadora de Colombia era la de ellos.
El asunto de los ‘papeles’ fue un elemento que siempre estuvo en la agenda con Venezuela. Incluso, en 2003 y 2004 hablé de eso con el presidente Chávez porque el artículo 32 de la Constitución Bolivariana establece el ius soli absoluto, por lo cual tenían derecho a la ciudadanía solamente por el hecho de haber nacido en ese territorio. Pero siempre les pusieron trabas para otorgarla. Muchos vivieron ilegales con miedo a que los pararan en la calle.
El problema empezaba en el instante en que la mujer colombiana que no tenía estatus migratorio legal salía del hospital con un hijo recién nacido pero indocumentado. En 2004, Chávez resolvió supuestamente legalizar a los extranjeros, la gran mayoría de los cuales eran colombianos y muchos de ellos con más de treinta años de vivir en Venezuela.
Para ello creó la Misión Identidad, con la que se beneficiaron alrededor del 40% de los colombianos, que recibieron un documento de identidad, pero no la cédula venezolana. Así pudieron votar en las elecciones, pero en el momento de las deportaciones no les sirvió para identificarse, según nos comentaban los colombianos afectados. El engaño había sido total.
La vida de los colombianos en Venezuela ha tenido agridulces porque es un país que los acogió, les dio trabajo, pero nunca los aceptó como ciudadanos. El sentimiento anticolombiano en la opinión pública es muy grande.
Tengo presentes a algunas personas muy importantes e influyentes, como José Vicente Rangel, quien según contaban había vivido en Cúcuta cuando la dictadura de Pérez Jiménez y quién sabe qué experiencia habría tenido porque su sentimiento contra Colombia era notorio. Alguna vez, en Caracas, diplomáticos chilenos me contaron que en un viaje a Chile, siendo vicepresidente de Chávez, Rangel dijo que el problema de Venezuela era estar al lado de Colombia.
Cuando empezaron las expulsiones, ocurrió un caso que me quedó en la mente y en cuya solución la Embajada ayudó. Me refiero a una familia indígena de Sibundoy, Putumayo, que había emigrado a Venezuela en busca de oportunidades. Hernando Canchala, el jefe de la familia, salió un día de su casa en busca de alimentos y en esas filas interminables una patrulla de la Guardia Nacional le pidió los documentos y lo expulsó sin fórmula de juicio. Los uniformados sabían de la necesidad de abastecerse y por eso buscaban a los indocumentados en los mercados.
Nelsy, esposa de Canchala, y sus hijos de 8 y 11 años, se quedaron en Venezuela, solos, sin quién los ayudara. Ya en Cúcuta, él contó su historia e iniciamos la búsqueda de la familia en Caracas. Lo único que quería la señora era volver a Colombia, pero no podía dejar las máquinas de coser que le daban el sustento. Organizamos el trasteo con máquinas y demás enseres y el camión pasó por varios retenes de la Guardia, y como venía con el aval de la embajada lo dejaron pasar.
En la tarde del lunes 22 de agosto de 2015 fuimos al río con el ministro Cristo y con Víctor Bautista, quien trabajaba conmigo en el Plan Fronteras para la Prosperidad y también era de Cúcuta, a escuchar a la gente, a llevar un mensaje de aliento y esperanza. Llegamos y en la mitad del río se veían muchas personas intentando cruzar, sin que pudieran ocultar su angustia y la desesperanza que los embargaba.
Las escenas que vivimos eran desoladoras. Niños asustados; señoras que pasaban la frontera con su vida en tan solo una bolsa plástica; hombres angustiados, muchos de los cuales atravesaban el río con la ‘peinadora’ al hombro, un mueble de madera con espejo grande y cajones que en esa región tiene un significado muy especial porque suele ser un regalo para un matrimonio o para las jóvenes que cumplen quince años. No lo sabía hasta ese momento, pero ese mueble está en el corazón de la gente y por eso se negaban a dejarlo abandonado.
Eran demasiados dramas al mismo tiempo. Las mujeres lloraban desconsoladas, sentadas en sillas que habían sacado de sus casas, con la angustia de pensar qué vendría, dónde vivirían y qué harían con sus hijos. Al oír a la gente cómo había sido tratada y observar el drama que se nos venía encima, decidí llamar al expresidente Samper a pedirle que convocara de inmediato una reunión de cancilleres de Unasur para llevar el tema al seno de ese mecanismo regional y exigirle a Venezuela una explicación y que frenara las deportaciones.
Mi idea era exponer la violación a los derechos de los deportados y la manera como la estaban llevando a cabo. Para el gobierno colombiano era muy importante que la región viera lo que pasaba en la frontera.
Pero después de contarle todos los detalles, Samper simplemente comentó que para Venezuela era muy difícil afrontar el ingreso de paramilitares y eso debía entenderlo Colombia. Con su respuesta entendí que no convocaría a los cancilleres porque no dimensionaba la gravedad de lo que sucedía y sólo tenía en la cabeza el argumento venezolano de los paramilitares que pasaban la frontera a delinquir.
Mientras tanto y además de dedicarnos a montar decenas de carpas en varias partes de Cúcuta y Villa del Rosario para albergar a los afectados, empezamos a mirar cómo podíamos lograr que los niños continuaran sus estudios y que quienes tuviesen familia en alguna parte de Colombia se trasladasen hasta allí. A muchos les dimos tiquetes para el destino que quisieran. (…)
Espere mañana la segunda parte.
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