Las novenas rememoran una costumbre navideña, tan familiar, como la de correr los muebles para el baile en la sala, preparar la radiola para marcar el paso, o descolgar la alegría de alguna vieja percha de antaño.
Todo se preparaba después de ir a misa en la madrugada, con algunos bancos en la mano -porque no cabía la gente- y, a la salida, haber conversado con los vecinos, comentando las novedades del barrio.
Y se adornaban con la gracia parroquiana de las cosas sencillas, esas que ahora se evocan con la nostalgia de revivir en el alma recuerdos gratos, inolvidables, auténticamente decembrinos.
La sencillez doméstica, el alborozo en la cocina al preparar las comidas y el condimento, junto con la hospitalidad amable de los anfitriones de turno, sellaban aquellas maravillosas jornadas de amistad.
El sabor hogareño salpicado de bondad por las tradiciones se nutría -además- de los caldos deliciosos, la carne asada con yuca, o las hayacas con pan, y los dulces de platico remataban la deliciosa gula de diciembre.
El rumor constante de la ternura, los niños, la ingenuidad, en fin, todo, era como si la magia dibujara retazos de ilusiones en cada rincón, con esa sutileza que tienen las sombras cariñosas cuando rondan por ahí, enredándose en las matas.
La navidad -antes- daba el derecho pleno al corazón de revelar su contento, a vivir en torno a la esperanza de humanizar la existencia, con ideales enfocados en una sociedad romántica, buena y sensible.