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El vallenato, hecho documental
'El Turco’, Stella y ‘Beto’ Murgas hacen parte de esta música tradicional.
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Martes, 19 de Octubre de 2021

Recientemente se lazó el documental El camino de la memoria; rescate del vallenato tradicional, liderado por el Grupo Energía Bogotá, que impulsa el rescate de la memoria histórica en varias regiones del país. Esta vez los invitados son 7 maestros vallenatos, cuyos aportes fueron claves para que esta música fuera declarada por las Naciones Unidas patrimonio de la humanidad. Les contamos las historias de 3 de ellos. 

‘El Turco’: embajador del vallenato

El hombre maduro moreno, nariz ancha, pelo ensortijado ya escaso y con cara eterna de apacibilidad que está detrás del acordeón rojo Hohner tres coronas es el mismo que justo el día en que nació, un octubre de 1948 en una casa del barrio El Cafetal, de Villanueva (La Guajira), su padre, al verlo por primera vez, le dijo “¡estás rosadito y rozagante, pareces turco!”

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El orgulloso abuelo paterno, que estaba en la misma habitación, la cogió al vuelo y desde ese día y fiel a esa costumbre del Caribe colombiano de poner apodos para, tal vez, simplificarse la vida social, lo bautizó para siempre: Andrés Eliécer ‘el Turco’ Gil Torres.

Todos en la región y en buena parte del país y el mundo lo conocen así, como ‘el Turco’ Gil. Solo personajes como Bill Clinton y funcionarios del Gobierno colombiano lo llaman “Mr. Andres” o “señor Andrés” y, confiesa a sus 72 años en una fresca tarde valduparense, cuando eso pasa le cuesta entender que se están refiriendo a él. Incluso, cuando le toca hablar en primera persona, él se llama por su mote.

‘El Turco’: embajador del vallenato

A los 12 años, cerca del frondoso almendro que coronaba el patio de tierra, ‘el Turco’, vio un pequeño acordeón encima de un baúl. Era el de Emiliano Zuleta, el mismo de La gota fría, quien se había ido para su casa en la madrugada desbordado de los placeres de la parranda.

“He cogido ese acordeón, que era de una hilera, de los primeros que llegaron a nuestra región, y me puse a escribir las notas que sacaba: me di cuenta de que era un instrumento limitado, pues tenía solo 7 de los 12 sonidos con la que se hace la música en todo el mundo –cuenta ‘el Turco’–. Sin embargo, empecé a practicar y a tratar de sacarle el mayor provecho a ese instrumento, afortunadamente en el año 65 ya nos llegó un acordeón de tres hileras con todos esos sonidos, incluidos los tres pitos que les llamaban disonantes”.

La fama de Gil corrió rápido por la región, como la brisa que baja de la Serranía del Perijá.

Los papás golpeaban la puerta de su casa para pedirle al ‘Rey del disonante’, como empezaron a llamarlo, que les enseñara a sus hijos, pero no de la forma tradicional sino como él tocaba, porque la gente decía que ‘el Turco’ sí sabía de acordeón. Fueron llegando tantos que el día no le alcanzaba para cumplir con sus obligaciones musicales, tampoco la sala ni los turnos, por lo que fue acomodando las clases en el patio, debajo del almendro testigo de parrandas.

A finales del siglo pasado, en 1999, creó con los más talentosos de su academia Los Niños del Vallenato, quienes, sin duda, están entre los mejores embajadores del vallenato tradicional no solo en el resto de Colombia sino en el mundo. Con canciones de Rafael Escalona, Lorenzo Morales, Emiliano Zuleta y otros juglares han visitado, por ejemplo, escenarios de Reino Unido, Argentina, Portugal, Japón, Panamá, China, Noruega, Italia y Estados Unidos (EE. UU.).

 

La misión de Stella Durán Escalona

En el calor del mediodía, en pleno centro de Valledupar, el cuerpo esbelto de una joven mujer de cabello corto subió a la tarima ‘Francisco el hombre’ después de que decenas de hombres habían pasado por allí para cantar un son, una puya, un merengue o un paseo. Las caras de los espectadores mostraron asombro, incredulidad y rechazo, pero bastaron solo unos segundos para que la voz de Stella Durán Escalona, como una mágica flauta dulce, les acariciara el alma.

Era la última semana de abril de 1971 y se celebraba la cuarta edición del Festival de la Leyenda Vallenata, donde nunca antes, jamás, había osado una mujer presentarse a concursar en canción inédita y mucho menos, los directivos permitirlo. Una dama, se decía entonces y más en ese rincón del Caribe, no estaba para esas cosas y mucho menos para parrandear y componer o interpretar vallenatos.

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Cuando Stella acabó de cantar Lamento arhuaco, los espectadores, en un 95 por ciento hombres, por supuesto, tenían ganas de aplaudir, pero debieron aguantar las ganas para que no se notara que la perfecta interpretación de aquella joven de apenas 20 años los había embelesado por el terciopelo de su garganta, la métrica exacta y la novedosa letra, que daba cuenta del olvido que desde siempre ha padecido este pueblo indígena.

No era para menos. Esa fue la primera vez que una mujer subía a la mítica tarima ‘Francisco el hombre’ a cantar en uno de sus concursos, más aún con dos vallenatos de corte social y, para rematar, se lo gana. Fue, tal vez, el primer fruto que los hermanos Durán Escalona recogieron de nacer y crecer en medio de un ambiente donde el folclor vallenato se paseaba por la sala, los pasillos y los patios de su casa.

La misión de Stella Durán Escalona

Muchos años después, Stella, quien ya era reconocida en la región como una gran cantante vallenata, fue autorizada por Escalona para que grabara 16 de sus temas en un CD –el primero que se hizo en Valledupar– bajo el título El cantor de Patillal, la última composición del maestro y que, por supuesto, estaba incluida en él junto a Honda herida, La brasilera y El compadre Simón, entre otros.

En realidad, fue un guiño y reconocimiento de Escalona al inmenso talento de su sobrina, quien también incursionó con igual éxito en la composición de hermosos paseos y merengues como Canto a mi tierra y No es mentira.

Hoy son tiempos diferentes a los bucólicos que vivió durante su infancia, adolescencia y temprana adultez en los campos de Valledupar y en las entonces estrechas calles de esa ciudad, donde la brisa era el mejor mensajero de los cantos y notas del vallenato tradicional que hacían más llevadero el calor que desde muy temprano envuelve la región.

“Gran parte de lo que se toca hoy por el movimiento juvenil y se escucha por la calle no es vallenato”, afirma la maestra Stella y expone un argumento que, de entrada, suena irrebatible cuando se le habla de la necesidad de rescatar este patrimonio intangible de la humanidad: “Para que sea catalogado como vallenato debe ser un paseo, un merengue, una puya o un son y mucho de lo de hoy no lo es. Es, simplemente, una música que usa acordeón y se apoya en el nombre del vallenato, pero vallenato no es”, subraya.

 

‘La Negra’ de ‘Beto’ Murgas

En una sola noche, acariciada por la brisa templada que a mediados de año baja rauda de la Serranía del Perijá, La Negra enamoró a Villanueva.

Era 1971 y desde temprano, varios jóvenes de esa población del sur de La Guajira se habían citado para una parranda en la casa de la ‘Nena’ Baleta, con el fin de agasajar a unos amigos recién llegados de Valledupar. José Alberto Murgas, conocido desde niño como ‘Beto’ y a quien ya el gran Alfredo Gutiérrez le había grabado –Cariñito mío–, era uno de los anfitriones y el encargado de amenizar la noche, con su acordeón y su voz.

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En el calor de la parranda, cuando ya se había escuchado temas de los diferentes artistas del momento y desfondado varias botellas de licor, ‘Beto’ Murgas, de 23 años, anunció que iba a interpretar una canción que recién había compuesto y que esperaba que les gustara. “Se llama La Negra”, agregó, nervioso, ‘Beto’.

“La negra

dice que ya no me quiere

pero

yo si quiero a mi negrita. Tengo una negra rebelde

que le dan distintas furias

pero la que yo prefiero

es cuando besa con locura.

Fragmento de La Negra, de ‘Beto’ Murgas

‘La Negra’ de ‘Beto’ Murgas

Casi no se volvió a escuchar otra cosa diferente en la noche y al amanecer del día siguiente en la parranda. Los amigos de Valledupar, entre los que estaban José Jorge Arregocés y algunos músicos, pedían, canción de por medio, que ‘Beto’ tocara y cantara ‘La Negra’; sonó tantas veces que ya cuando el sol empezó a despuntar, los visitantes la entonaban casi que como propia y se fueron a dormir tarareándola extasiados de felicidad.

Fueron ellos, en sus parrandas y correrías eternas por el Cesar y La Guajira, que dieron a conocer la canción en Valledupar, La Paz, Urumita, San Diego y todo pueblo al que llegaban a seguir la fiesta en la que andaban desde hacía varios meses.

Esa canción terminó de abrirle a Murgas la puerta grande del vallenato grabado, a la que había empezado a asomarse con Cariñito mío. El duende de la inspiración lo atrapaba en cualquier lugar, estudiando sus tecnologías, en parrandas, visitando a amigos y parientes en La Guajira y en el Cesar; así llegarían con el tiempo temas como Después de viejo, La sirena samaria, Grito en La Guajira, Nativo del Valle, Sigue la trilla y La gustadera, entre decenas que le grabaron Jorge Oñate, ‘Colacho’ Mendoza, Juan Piña, Los hermanos Zuleta, Los Betos, El Binomio de Oro y muchos más.

Sus más de 90 composiciones, asegura, nacieron de las vivencias que juiciosamente fue guardando en el archivo de la memoria y del corazón desde pequeño y que fue cebando a medida que iba creciendo, estudiando, viajando, parrandeando, trabajando en el Sena y, claro, enamorándose.

Hoy la vida se mueve a otro ritmo y en otros escenarios, recalca meneando un precioso acordeón con diferentes tonos de azul brillante (uno de los cerca de 80 que tiene en su casa y en el Museo del Acordeón que él mismo fundó en Valledupar): los músicos tienen vivencias diferentes, muy urbanas y eso es lo que van a componer e interpretar. No le van a cantar a La Sierra, como hacía el viejo Emiliano –anota–, o al río Tocaimo, como Leandro Díaz.

Casi desde que nació, a las 7 de la mañana del 8 de septiembre de 1948, ‘Beto’ Murgas ha vivido con la música. En la casa, su papá era miembro de bandas; al frente vivía y ensayaba Reyes Torres y su orquesta; su patio colindaba con el de ‘Juancho’ Gil –el padre de Andrés ‘el Turco’ Gil– y las notas de la trompeta que tocaba inundaban toda la cuadra, y los vecinos de los lados eran Antonio Amaya, un famoso músico guajiro, y el viejo Emiliano Zuleta Baquero, el mismo de La gota fría.

No podía ser otra cosa: ‘Beto’ Murgas estaba signado para componer merengues, puyas, sones y paseos, como La Negra, la que, aunque celosa, enamoró una noche fresca a Villanueva y luego a toda una región.

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