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La oscuridad lo envolvió todo. La carretera se iluminaba débilmente por el faro de la motocicleta, que aceleraba ronca por entre las piedras y los charcos y había dejado el último aguacero de junio de 2020 en Piedecuesta. Esa noche, el lugar más parecido al infierno era la parte de atrás de esa moto, pintada de un color azul, que ya lucía algo desteñida.
Sopló. Sacó fuerzas. No se aguantó más. A pesar de que tenía atorado entre la garganta el espanto del miedo revolcándole cada entraña, en tono tranquila, para no demostrar su susto, le hizo la pregunta al hombre que conducía la moto.
- ¿Por qué vamos por acá?
Ella sabía que esa carretera destapada por la que transitaban no la llevaba al barrio donde pidió que la transportaran. Llevaban más de 12 minutos dando vueltas. Por ese recorrido, que la conduciría hasta su casa, ubicada en una zona residencial y con calles pavimentadas, acordaron el pago de tres mil pesos. Estaban lejos de allí.
El alumbrado público de la carretera ya había desaparecido un kilómetro atrás. Solo se veían a lo lejos luces de fincas en este sendero veredal. Con el corazón acelerado volvió a decirle al hombre que ese camino no la llevaba a su casa.
Poseída por un pánico, en un tono de voz controlado pero seco, porque el miedo le quitó hasta la saliva de la boca, haciendo un gran esfuerzo por no revelar su pánico, le dijo al hombre que era mejor regresar. Que la devolviera al sitio de Piedecuesta donde la recogió.
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- Tranquila. Confíe en Dios, vamos con él. Él nos cuida ahora. Más adelante volteo y ya la dejo en su barrio. Este es un atajo…
Ella supo que él mintió. Percibió además que el hombre aceleró más la moto. Volvió entonces ese sofoco que la alborotó sin piedad en el silencio de la carretera. Se preguntó a ella misma qué hacer. Su voz interior le advirtió que se trataría de un atraco. Pensando en esa posibilidad. Confió que eso fuera. Repasó lo que llevaba de valor en el pantalón.
Un teléfono celular y un par de billetes de baja denominación eran sus posesiones. Creyó que no era nada importante. Creyó, para ese ladrón. Miró a su alrededor y nada cambió. Esa oscuridad fue un temblor secreto que no dejó de sacudirla. Se dijo a sí misma que, tal vez, de pronto, apareciera una casa con las puertas abiertas, o una tienda y ella pudiera gritar.
Incluso rezó para que algo saliera en el camino, un carro o una moto. Sin pensarlo, ella se lanzaría a la vía. Pasaron los minutos. Ni lo uno o lo otro aparecieron en el camino. Se preguntó si debía tirarse ya a la carretera y correr lo más rápido que pudiera. Lo pensó por un tiempo. Ella no hizo nada. No pudo.
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Ya avanzaron mucho y no sabía dónde estaba. Se dijo a sí misma que era tarde para hacer algo. Sintió que las piernas no le respondían. Estaba paralizada. El miedo la inmovilizó sentada en esa moto. El terror creció en su interior como un río que está a punto de desbordarse con un impulso controlable. Siguió hablando con ella misma.
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No supo qué hacer. Ahora una culpa asfixiante le apareció en ese camino. Se recriminó por subirse a esa motocicleta. Pero ya no pudo hacer nada. Se dijo que hacía tiempo debía estar ya en su casa. Como todas las noches. Quiso ir allá y no pudo. Un hombre encorvado, de aspecto delgado, la desvió contra su voluntad. Sintió entonces algo de rabia por no darse cuenta, por no ser más desconfiada. Por no escuchar lo que su mamá siempre le decía al salir a la calle.
De pronto, la motocicleta se detuvo. Se apagó. Se sorprendió. Sin preguntarle, el sujeto le dijo que quedaba poca gasolina. Ella aprovechó para bajarse lo más rápido que pudo. Sacó su celular y encendió la linterna para ubicarse. Podría haber llamado a un familiar, pero se quejó por no tener carga de minutos. Giró para todos lados. No había una casa cerca para correr y pedir ayuda.
- ¡Apáguela!
Gritando, el hombre dio la orden.
- ¿Quiere que nos den bala?
Según le narró, en esa zona de Piedecuesta supuestamente eso ocurre con los extraños. Inocentemente, presa del miedo, obedeció. La luz de la luna le agrega solo un poco de iluminación al lugar. Se trata de un sendero con vegetación tupida de pasto salvaje. Decidió entonces huir. Caminaría un poco y luego correría. Era el momento. Empezó a caminar cuando el sujeto le pidió que sostuviera una manguera de la moto. Lo dijo en un tono amable. Ella le creyó. Se regresó en un par de pasos atrás.
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- Téngame acá (la manguera). Voy a soplar, acelero y prendo la moto. Nos vamos y la dejo en su casa.
- Bueno.
Tomó la manguera. Un segundo después sintió la mano fría del hombre, tapó su boca. Intentó reaccionar, pero él fue más fuerte. Quedó paralizada. Estancada en ese pedazo de tierra, un temblor de espanto la atravesó tan profundo que no pudo intentar algún movimiento para defenderse. El miedo es frío y ella estaba tan fría como pude estar un cadáver. Abrió los ojos, en una expresión de espanto que no ha sacado de su cabeza. Intentó gritar. No pudo.
- ¡Cállese la jeta!
Observó luego como un cuchillo, de unos 30 centímetros y de mango blanco, se acercó a su cuello. Sintió como si en su interior estallara una granada que lo destrozó todo. Afuera, estaba ella indefensa en la oscuridad más profunda de una noche, solitaria e hiriente.
- ¡Cállese o la chuzo!
No me vaya a hacer nada, por favor. No me vaya a matar...
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La nube de pánico le impidió verle la cara al hombre en detalle. El sujeto la obligó a sentarse en la tierra. Le exigió que le entregara el dinero que llevaba y el teléfono celular. Ella lo entregó. Él lo revisó y se lo devolvió diciéndole que debe eliminar la clave. Ella lo hizo temblando. Le entregó todo, pero el hombre siguió lanzándole toda clase de insultos, al tiempo que no paraba de mover el cuchillo gritándole que la apuñalaría.
- Hijue... no me diga mentiras. ¿Dónde está el resto de la plata?
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El motociclista se acercó a ella. Le lanzó su respiración encima como piedras. Ella sintió esa voz golpeándola. A veces la recuerda y vuelve a herirla más. Le acercó el cuchillo. Lloró y suplicó para que no la tocara. Ella lo empujó. Eso lo convirtió en una fiera. Él la golpeó con fuerza. Una vez, otra más y más. Ella sintió cómo los golpes la derrotaron. En un instante, el hombre le puso el tapabocas en los ojos.
- Sí grita, la chuzo. Quítese los pantalones.
- No me haga nada por favor, llévese lo que quiera.
- Haga caso o le meto una puñalada.
Ella sintió esa frase como vidrios cortantes rompiéndole la piel. Quien atacó a esta mujer fue Luis Ernesto Rincón Chaparro. Ella, derrotada, desde el suelo, con pavor y rabia, herida, obedeció impotente.
Moto alquilada
Luis Ernesto Rincón Chaparro, de 38 años, llegó hasta un local del centro de Piedecuesta, donde funciona un local para contratar domiciliarios. Era febrero de 2015 y acababa de salir de la penitenciaria de Palogordo, en Girón. Allí habló con la propietaria del negocio.
Por supuesto, no le comentó de sus antecedentes judiciales y le dijo que estaba interesado en alquilar una motocicleta. Sus documentos y un par de referencias que consiguió bastaron para que le entregaran una moto Honda CB, modelo 2013. Desde entonces se dedicó al transporte informal y a realizar domicilios. A cambio debía pagar $15 mil diarios a la propietaria de la moto.
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Para esa fecha, el expediente judicial de Luis Ernesto Rincón Chaparro registraba siete condenas en diferentes juzgados, por los delitos de acceso carnal violento y violencia sexual contra ocho mujeres en Piedecuesta. Los jueces lo sentenciaron a penas que oscilaron entre los cuatro y nueve años de prisión.
La Fiscalía cree que entre 2015 y 2020 este sujeto habría cometido toda clase de vejámenes y agresiones a varias mujeres en Piedecuesta, donde principalmente se movilizaba. El pasado 29 de septiembre, el Juzgado 12 Penal de Bucaramanga lo condenó a 29 años de cárcel por los delitos de acceso carnal violento y hurto calificado contra siete mujeres, entre ellas dos menores de edad. Él aceptó los cargos y no apelo la decisión.
Estos siete casos se presentaron en siete semanas, entre el 11 de junio de 2020 y el 25 de julio de 2020. Al principio los investigadores de la Fiscalía creyeron que se trataba de siete agresores distintos, pero cuando compararon la forma como fueron amenazadas, violadas y hurtadas las pertenencias de estas siete mujeres, concluyeron que era una misma forma de actuar.
Un mototaxista las llevaba hasta la vereda Guatiguará, siempre en las noches, abusaba sexualmente de ellas, las amenazaba con un cuchillo y luego les hurtaba las pertenencias.
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Lamentablemente todas las víctimas relataron que no pudieron, por diferentes motivos, verle el rostro completo o la placa de la motocicleta. Sin embargo, en el registro de cámaras de seguridad por las zonas donde siempre transitó con sus víctimas se pudo obtener la placa de la motocicleta. Los investigadores recolectaron pruebas, hicieron peritajes y acumularon testimonios. Todos condujeron a Luis Ernesto Rincón Chaparro. Este violador en serie fue nuevamente capturado el 6 de agosto de 2020.
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Dentro del expediente se consignó que una vez violaba a sus víctimas, Luis Ernesto Rincón Chaparro le tomaba fotos desnudas y las amenazaba con publicarlas en las redes sociales si lo denunciaban.
El director Seccional de Fiscalías en Santander, Oliden Riaño, le dijo a Vanguardia que en la actualidad cursan dos investigaciones más por acceso carnal violento contra este hombre y hace un llamado a la ciudadanía para que identifiquen a este agresor de posibles más víctimas. “Pueden existir más mujeres, que no lo denuncian por miedo...”.
Guardias del Inpec y algunas líderes de Piedecuesta, que conocían los antecedentes de Luis Ernesto Rincón Chaparro, en febrero de 2015 llenaron varias estaciones y buses de Metrolínea con la foto de este sujeto y un texto donde advertían las condenas de este violador en serie. Fue un llamado de alerta porque recobraba la libertad. Hoy estas personas se lamentan por el dolor en el que transitan las nuevas víctimas.
Richard Larrotta Castillo, doctor en sicología y especialista en conducta criminal, aseguró que Luis Ernesto Rincón Chaparro es una persona “de alto riesgo para la sociedad”. Afirma que el tiempo que transcurrió entre el 2015 al 2020 determina que pudo hacer una pausa en su actividad delictiva o simplemente no se conocen los detalles de sus delitos.
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“Si bien la finalidad de la pena en el sistema judicial es la resocialización, las características actuales del sistema penal llevan a concluir que la expectativa de que esta persona se resocialice, en medio de las condiciones de hacinamiento y otros factores del sistema carcelario, sería muy baja, independientemente del periodo que pase en prisión. Se hace necesario hacer posteriormente un análisis del riesgo de reincidencia que tiene este sujeto, en caso de volver a quedar libre”, aseguró el experto.
Ellas necesitan ayuda
- Cuando él me dijo que me quitara la ropa sentí mucho miedo. Pensé que me iba a matar con ese cuchillo. Le pedí a Dios que me ayudara, que me protegiera y no me dejara morir. No quería dejar a mis hijos solos. Intenté resistirme, pero no pude. Me amenazaba con el cuchillo y me golpeaba.
Me insultaba. Tenía el tapabocas en los ojos y no podía ver. Por más que intento olvidar ese momento, no puedo. No puedo. No puedo...
No todas las víctimas del violador en serie de Piedecuesta han recibido o tienen en la actualidad un acompañamiento profesional para el restablecimiento de sus derechos. De las 15 mujeres afectadas por este hombre, todas están invisibilizadas frente a la justicia. Si bien se necesitan condenas ejemplares, es necesario el acompañamiento del Estado a las víctimas, que en la práctica no sucede. La sociedad no está con las víctimas, las abandona y ellas se sienten ahora solas. Sufren en silencio. Aisladas.
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Las siete víctimas llevan más de un año caminando con resignación. Huyen de los demonios que se desataron el día que fueron abusadas. En la actualidad experimentan pánico de un abrazo o del simple hecho de caminar solas por una calle. Llorar no es inusual para ellas, lo mismo que sentir rabia. Si bien aplauden que la justicia operó con prontitud, ellas esperaban una condena más alta.
- “Quería que le dieran 60 años en la cárcel y que no volviera a salir nunca más de allá. Que no vuelva a destrozarle la vida a ninguna mujer... Que nadie más sufra la pesadilla que vivo...”.
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Ella, por su condición social y económica, trabaja en la informalidad. En la actualidad carece de seguridad social. Trabaja para sobrevivir y para mantener a sus tres hijos. Sabe que está mal. Que la depresión y las pesadillas son su compañía diaria. Una cosa es el recuerdo del dolor físico, pero otra es el horror de no olvidar y hacer memoria de los gestos perversos de su peor enemigo amenazándola. Tal vez él esté ahora en la cárcel, pero su imagen se le tatuó. Las siete víctimas cierran los ojos y llegan una vez más imágenes terribles. No hay salida.
La madre de una de las víctimas, una menor de 16 años, narró que su hija está en muy malas condiciones desde la agresión y que la vida de las dos se destrozó por culpa de este agresor sexual. Llorando dice que, a veces, no sabe qué hacer.
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- Ella es mi única hija. Mi hija es lo más grande, después de Dios. Yo me siento culpable con todo esto. Siento que a sus 16 años no la protegí. Que debí hacer más. No sé. Siento que la culpa fue mía. Yo me pregunto, por qué tenía que subirse a esa moto. Todo el mundo me dice que soy una buena madre, pero me cuestiono. Ahora mi hija sufre. Mi hija ha tenido dos intentos de suicidio y la siquiatra me dijo que podía volver a intentarlo. Yo no quiero que mi hija se muera...
Las zonas oscuras que dejan la violencia sexual en las víctimas, los atroces sufrimientos que viven cotidianamente, la tortura de los recuerdos que las acorralan sin piedad llevó a que muchas de estas siete víctimas no quieran salir y que sus parejas y familias sufran con ellas, en un silencio, que más se parece al peor infierno.
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Yo me siento muy mal. Yo no pude seguir con mi vida normal. No puedo estar sola porque siento que todo el mundo me hará daño. Y quisiera hablar con alguien que pudiera guiarme y apoyarme. Yo voy a estar sola con mi pareja y yo pienso y recuerdo a esa persona que me atacó. Necesito alguien que me ayude...
La culpa atragantada y el odio no son solo de ella. Ella tuvo que contarles a sus hijos que fue víctima de violencia sexual. Cuando le narró a su hijo de 17 años, él se quedó callado y no ha dicho nada desde entonces. Ella sabe que él sufre en silencio. Su hija de ocho años siempre está llorando, pero quien exteriorizó toda su frustración fue su hijo de 11 años.
- Cuando le conté me dijo: mamá, yo mató a ese hombre...
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