China, la potencia mundial está en un ascenso irresistible. Ha sido un imperio en sí misma. A lo largo de su historia, más que invasora ha sido invadida - por mongoles, ingleses, japoneses - y ha perdido territorios - la península coreana, Taiwan, Tibet, Hong Kong -, pérdidas que China no olvida y que se ha propuesto recuperar. Esta situación junto con su celo por la defensa de la unidad de la nación, su independencia y su poder, nacen de esas experiencias coloniales que marcan profundamente su política exterior y su posición frente al mundo, ayer y hoy. Y ahora se quiere hacer sentir en el mundo y no dejarse imponer los valores occidentales que en su cultura no existen -democracia liberal y libre mercado-.
Occidente y especialmente Norte América deben entender que en China, especialmente para la nueva burocracia, postmaoista, su modelo no es la desgastada democracia occidental, que han estudiado y vivido. Esto lo comprendieron hace medio siglo Richard Nixon y su asesor Henry Kissinger, articulado vocero de la “real politique” internacional que aborda los hechos, la correlación de fuerzas como son, no como se quisiera que fueran. Los chinos no quieren ser convertidos o convertir a alguna creencia política; quieren ser poderosos para que su país y su inmensa y creciente clase media alcancen la prosperidad de la que nunca antes habían disfrutado, y para que sean respetados.
No son ideológicos sino pragmáticos, forjados durante siglos de privaciones y dirigidos por una élite de mandarines cuyo espíritu sobrevive en su inmensa, formada y pragmática burocracia (“que importa el color del gato si caza ratones”), con un pueblo trabajador y disciplinado como pocos; en el capitalismo de Oriente se destacan muy frecuentemente empresarios chinos o de origen chino.
Ellos se tomaron a África sin ejércitos o ideología, sino con créditos, tecnología y grandes inversiones, principalmente de empresas estatales, cuyo propósito es aprovisionar la economía china sobre todo con minerales y productos agropecuarios, a la par que han realizado en el continente un volumen de inversiones y de aporte de capitales como nunca antes había conocido el continente, ni con los norteamericanos ni con los europeos. Desde ahí le envían al resto del mundo un mensaje contundente y ganador.
El turno le toca ahora a América Latina, desde Venezuela, Brasil, Chile, Argentina; hasta Colombia llegaron ya montados en metro. Tienen un gran aliado involuntario, Trump con su torpeza, ignorancia y cortedad para comprender la realidad del mundo tras su antifaz de “Make America great again”.
Ya la pelea no es político - ideológica entre comunismo y capitalismo. Es entre democracia liberal y formas autoritarias de estado y de gobierno. Los primeros con su líder por más de medio siglo, unos Estados Unidos que ya venían haciendo agua a los cuales con Trump se les ha agravado el mal, y una Europa que por momentos trata de recaer en su mal histórico, un nacionalismo trasnochado y miope. El bando autoritario no tiene que echar ni discursos ni bala; simplemente exhibir la muy vendedora vitrina de la China con sus logros y posibilidades. Ese es el juego que avanza y que Occidente parece no saber cómo ganar frente a un rival viejo y sabio que sí sabe para dónde va y que tiene con qué llegar a su destino.