Quizás no haya en la historia política colombiana un antecedente de lo actual, cuando 60.000 votos de diferencia entre el No y el Sí, de un total de casi trece millones que sufragaron el domingo, hubieran creado un impasse de la complejidad del actual.
Pero esa es la democracia. Ganó el No y el veredicto ciudadano debe respetarse. Los acuerdos de La Habana no fueron aprobados por la ciudadanía, así sea por una mayoría precaria. Ahora lo que sigue es solucionar pronto y lúcidamente este impasse mayúsculo. Y evitar a toda costa que la paz, que finalmente es el fin supremo que ordena la Constitución y que todos buscamos, se nos escape.
Tres opciones parecen abrirse camino entre la baraja de posibilidades políticas.
La primera: un acuerdo político previo, del estilo del que comenzó a mencionarse desde la noche misma del domingo, en las acertadas declaraciones del presidente Santos y del expresidente Uribe. Este acuerdo precisaría cuáles serían las diferencias con los textos de La Habana que se llevarían a una nueva mesa de negociación con las Farc .
La segunda: sin reabrir la negociación con las Farc –hipótesis que, recordémoslo, había sido rechazada por el equipo negociador— llevar al Congreso las enmiendas que se acuerden. Y, a partir de la mesa del acuerdo político que se está abriendo camino entre la coalición de gobierno y los partidos de oposición, que sea el Congreso el que diga la última palabra. Las Farc decidirían si aceptan o rechazan dicha fórmula.
Tercera: una Asamblea Constituyente, que al día de hoy no se sabe ni cómo se conformaría, ni cuándo, ni cuál sería la extensión de su mandato. Ni mucho menos qué participación se les garantizaría en ella a representantes de las Farc.
Entre estas tres fórmulas me parece que la más viable es la segunda. Reabrir los diálogos con las Farc, además de que había sido una fórmula ya desechada, implicaría probablemente largos tiempos de negociación. Las Farc seguramente no aceptarían menos de lo ya logrado. Y los grupos de oposición exigirán con seguridad, como ya lo plantearon en la campaña, cambios sensibles a los acuerdos alcanzados en La Habana.
La Asamblea Constituyente, también descartada en su momento por el Gobierno, no dejaría de ser un salto al vacío de impredecibles consecuencias.
La fórmula, entonces, que quedaría es la segunda. No es óptima, pero quizás es menos mala que las anteriores. Previo el gran acuerdo nacional –que ya empieza a cocinarse— sería el Congreso el que decidiría el alcance de la fórmula que se les ofrezca a las FARC y también, de una vez, al ELN. Esta opción tendría la ventaja de que estaría en línea con las directrices que trazó la Corte Constitucional en su fallo sobre el plebiscito. Los representantes de la subversión podrían ser escuchados, claro está, en los debates del Congreso. Pero sin voto.
Cuando terminó la Primera Guerra Mundial, el presidente Wilson de los Estados Unidos se hizo presente en las deliberaciones del acuerdo de paz de Versalles y presentó un célebre programa de catorce puntos, que fue aplaudido por toda la comunidad internacional al unísono. Con tan mala suerte que el Congreso de los Estados Unidos no apoyó los catorce puntos del presidente Wilson, quien, a la postre, tuvo que plegarse a la voluntad del Congreso.
Guardadas todas las proporciones, algo parecido es lo que vamos a tener que hacer en Colombia para salir de este impasse en que nos encontramos sumidos.