En el capítulo anterior veíamos cómo María, José y la burrita se habían instalado en una pesebrera en las afueras de Belén, donde un buey dormitaba plácidamente. La jumenta le explicaba al buey quiénes eran los viajeros (“Somos la sagrada familia”, le dijo dándose sus ínfulas), por qué les había tocado refugiarse en aquel sitio, y el admirable acontecimiento que sucedería dentro de pocas horas. Ahí íbamos.
Mientras tanto fue llegando una legión de ángeles, que se dedicaron a asear la pesebrera, instalar luces y abrir campo para los pastores que llegarían a adorar al recién nacido. A lo lejos se escuchaba el coro celestial que ensayaba los villancicos de rigor. Noche de paz, Tutaina tuturumá y Antón tiruliruliru eran los preferidos. El burrito sabanero aún no estaba dentro de su repertorio.
-¿Por qué hacen tanto alboroto?- le preguntó el buey, molesto porque los recién llegados no lo dejaban dormir.
- Ya se lo dije: Hoy nacerá el redentor de los hombres- le contestó la burra. Más claro no canta un gallo. ¿O te lo explico con plastilina?
-¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
-¡Ay Dios!
A las 12 en punto de la noche sonó el despertador celestial, y se formó la francachela. Sin dolores de parto, sin los servicios de una comadrona y sin problemas, como un rayo de sol pasa por un vidrio sin romperlo ni mancharlo, así María tuvo un hermoso bebé, gordito, risueño, cachetoncito y lleno de gracia, igual que la mamá. Del firmamento bajó una estrella grande y luminosa y se posó en la puerta del establo. En ese mismo instante los coros celestiales entraron en acción entonando una canción nueva que decía Gloria in excelsis Deo. Los pastores, que pastoreaban sus rebaños por allí cerca, corrieron hasta la pesebrera y le llevaron regalitos al Niño Dios. El buey no podía creer lo que veían sus ojos y la burra estaba feliz con el acontecimiento.
-El niño tiene frío- le dijo la burrita al buey-, abríguelo con su aliento.-El animal se acercó y trató de darle abrigo al recién nacido. El niño le sonrió, y desde entonces el buey no quiso separarse de la cuna llena de paja. La recocha duró toda la noche, porque los coros no cesaban de cantar, los pastores entraban y salían y hasta los vecinos se acercaron a ver si estaban repartiendo anchetas o hayacas o pan navideño.
Durante los días siguientes hubo movimiento en la pesebrera y en los alrededores. María y José fueron a empadronarse, y compraron algunas cositas para el niño. En eso les llegó el año nuevo, la polvorada y la quema del muñeco, que todavía no era Petro. Los coros celestiales seguían cantando, pero después de la cena de media noche, todo volvió a su calma.
Cuando estaban preparando el regreso a Nazareth, un ángel (no de los que cantaban sino de los que se meten en los sueños) se les apareció y les dijo:
-Ni puel patas vayan a regresar a Nazareth, porque los milicianos del rey Herodes los van a buscar para pasar al papayo al niño. Fue cuando vino la matanza de los niños inocentes.
El 6 de enero, en vísperas de su partida, llegaron unos adivinos de oriente, vestidos de reyes, con oro, incienso y mirra. Qué alegría. El buey no conocía los camellos y estaba extasiado ante todo lo que estaba sucediendo.
Al otro día de Reyes, la familia partió hacia un sitio desconocido. Al buey se le salieron unos lagrimones al despedirse, pero no pudo seguirlos. Tenía que camellar.
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