Las elecciones chilenas del pasado domingo fueron una experiencia rica para analizar, que mucho nos pueden enseñar, si no se cae en las estereotipadas declaraciones de ocasión, que nada aclaran y mucho confunden. Resalto la de nuestro Presidente, ya bien conocida, al cual parece que Colombia le está quedando chiquita para su infinita vanidad y afán mesiánico, en la cual coincidió con el análisis político del senador Kasto, excandidato presidencial y jefe del Partido Republicano, un pinochetista de raca mandaca: los resultados del masivo rechazo ciudadano el domingo a la versión de la nueva constitución, según ambos simplemente significan el triunfo, la permanencia del espíritu del dictador Pinochet. Un caso claro en donde de manera contundente, la ideología y la soberbia se confunden; no hay duda alguna.
La derrota del domingo fue producto de la manera como la asamblea constituyente manejó todo el proceso, parecido a lo que vivimos con las negociaciones de La Habana: alejada de la gente, aislada del querer y el apoyo de una ciudadanía que rápidamente percibió a los constituyentes como ajenos y desconectados de ella; destacándose, eso sí, que en ambos casos se dio un gran apoyo ciudadano al cambio de constitución en Chile y en Colombia, a la paz. Apoyo tal vez un tanto vago e impreciso en ambos casos, pero pleno de decisión y de compromiso en el propósito. Tanto los colombianos como los chilenos no se sintieron cabalmente interpretados en los procesos adelantados, a pesar de su importancia para sus pueblos.
La asamblea constituyente chilena se contagió del espíritu dominante hoy en el mundo periférico, que es dependiente de los centros del poder y la riqueza; un espíritu representado en el pensamiento decolonial o poscolonial, como se le conoce, con su apología de la diferencia/identidad étnica, cultural, de género..., que alimenta políticas identitarias que supuestamente permitirían confrontar la dependencia en cuestión, por medio de la exacerbación la identidad y la diferencia.
El resultado, es la anulación del concepto de ciudadano y la banalización del elemento de unidad, de rasgo común entre las personas, sobre el cual se fundamenta la vida en sociedad, con su sentido de compartir en medio de las naturales diferencias en su composición. Es el espacio social de encuentro en medio de la diferencia. Es lo común, es la nación.
Esa mentalidad, presente en el debate constitucional chileno arrinconó o debilitó en su texto, los elementos de identidad y de encuentro sin los cuales la vida en democracia peligra en su sentido, al traicionar su alma, su razón de ser que no son los desacuerdos con conflictos y aún violencia, sino los disensos entre diferentes que no enemigos, que permiten alcanzar/construir los consensos propios de la democracia, que le dan su fortaleza.
El rumbo que tomó el trabajo constitucional en un escenario donde estaban representados los voceros de los grupos de intereses, todos muy respetables pero que en sus propuestas y comportamientos radicalizaban sus diferencias e intereses a costa del terreno común, de acuerdos que reconocidos y fortalecidos, hubieran permitido situar en un contexto social y democrático, esos reclamos específicos de sectores ciudadanos. Creció la desconfianza entre unos y otros, cuando la constitución debía ambientar exactamente lo contrario. El centro izquierda - principalmente de demócratas cristianos, socialistas y radicales - se dividió debilitando a la coalición de gobierno.
Gabriel Boric parece entender el mensaje de los electores como una advertencia política para todos los actores políticos. Afirmó en su discurso del domingo en la noche que los chilenos necesitan urgentemente atenuar las incertidumbres existentes y que el proceso constitucional acabó aumentando.
El Presidente dijo además algo que normalmente suena a frase de cajón, pero que en la coyuntura actual tiene pleno sentido: hay que poner a Chile por delante. Y remató con un llamado de honda raíz democrática: “para que, ahora sí, nos pongamos de acuerdo”. Lo de Chile no es una mera anécdota; vale la pena mirarlo y analizarlo para mirarnos y analizarnos.