No sabemos si se trata de efectos secundarios de la pandemia, de haber seguido la polarización generada por el proceso de paz de 2016, de los actuales enfrentamientos entre Gobierno y oposición, del uso y abuso de los avances en la tecnología de las comunicaciones o de un declive en la función educativa -tanto en el interior de las familias como en establecimientos que piensan más en consignar conocimientos que en la formación de la personalidad y el criterio del estudiante-, pero lo cierto es que vivimos una época muy difícil, de agresividad y violencia desbordadas en todas las clases sociales y en muchas actividades.
Lo vemos y sentimos con alarmante frecuencia, en el trabajo, en la vida diaria de las comunidades -incluido el deporte-, particularmente en la política, en las corporaciones públicas, en las manifestaciones de protesta, en los medios electrónicos y en las redes sociales. Es palpable la tendencia al enfrentamiento y a la ofensa, que han venido a sustituir el diálogo y el intercambio sosegado de ideas, argumentos y criterios. Ya no se acude a la lógica ni a la sindéresis para exponer la posición que se asume. Se quiere convencer sólo mediante el agravio, la diatriba, la sátira o la injuria.
No es extraño que, aun en los recintos de las cámaras, el debate de un proyecto de ley sea interrumpido por grupos de personas -incluidos algunos de sus miembros- que gritan e insultan.
En estos días escuchábamos a una funcionaria cuyo período está por terminar, exigiendo agresivamente -en reportaje radial- no votar por los candidatos que propongan cambiar sus proyectos.
Durante el reciente partido de fútbol entre Colombia y Venezuela, un congresista y sus familiares fueron agredidos, abucheados y ofendidos por personas que no comulgan con sus ideas políticas, trasladando sus diferencias a un escenario completamente inapropiado e irrespetando a las personas increpadas y al público.
También resulta ostensible la politización de algunos medios de comunicación -afortunadamente, no todos-, acompañada de la misma agresividad de la que hablamos, lo que ha generado desprestigio para la actividad periodística, desconfianza y pérdida de credibilidad.
Hace poco, en otra entrevista radiofónica, el periodista entrevistador -salido de casillas- increpaba a su entrevistada por no estar de acuerdo con él, la interrumpía y la sacaba del aire, sin explicaciones. Otro periodista del mismo medio, que no estuvo de acuerdo con el procedimiento, resultó censurado.
Como lo hemos escrito en varias ocasiones, aunque la libre expresión está constitucionalmente garantizada, y toda persona -incluidos, claro está, los periodistas- debe poder manifestar su pensamiento y opiniones, no debe manipular las noticias en beneficio de sus personales convicciones, porque los receptores de ellas tienen el derecho -también garantizado- a recibir información veraz, imparcial, completa y objetiva.
En fin, en nuestra sociedad se ha generalizado la tendencia al irrespeto, sustituyendo la dialéctica y el razonamiento por el ataque y el maltrato. Así es imposible la convivencia en el interior de cualquier sociedad.
En Colombia se avecina un debate electoral de la mayor importancia. Hacemos votos porque se lleve a cabo de manera pacífica y civilizada. Dejemos la agresividad y la intolerancia.
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