El pensamiento abre el camino a la sabiduría y, desde el vestíbulo de la intimidad, esparce secretos -aquellos que se filtran de los poros buenos del destino-, que revelan misterios y orientan la razón con saberes nobles.
Son semillas que se siembran en el alma y se cultivan en la inteligencia, para emerger en fundamentos de dignidad porque, cuando uno piensa y crea, valora sus propios dogmas e inicia su proceso de luz.
Y eso se denomina moral, que no es sólo ser santo, ni perfecto, sino corresponder a su albedrío con la responsabilidad de ser uno auténtico y absoluto en sí mismo -sin hacer daño a nadie-, para evolucionar en intelectualidad, acrecentar y aquilatar el conocimiento y hallar la sensatez.
Al fortalecer el inventario con un estudio constante, el pensamiento permite el acceso a esas rendijas sagradas del espacio y del tiempo de las que emanan intuiciones intelectuales, las cuales proponen nuevas coordenadas y nos inducen a ser, cada vez, mejores.
Así, la vida se convierte en el reto constante de validar ese anhelo humano de sentirse útil, descubrir la vocación, desarrollar el talento innato y dar prioridad a aquella lógica personal y autónoma que lo hace a uno ascender a la superación y voltear siempre hacia la verdad personal.
Y, obviamente, la razón halla el acuerdo consigo misma para surgir -airosa- en medio de oscuridades, de contradicciones, y aprender a dar pasos adelante, o a recogerlos, cuando es necesario. (Es esa certeza que sólo otorga la madurez irrefutable de la consciencia).