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Divide y Reinarás
La lógica amigo-enemigo se convierte en un peligro para la democracia cuando este estilo empieza a atacar las instituciones que deberían garantizar la pluralidad y la justicia.
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Domingo, 10 de Noviembre de 2024

Ya  casi no se escuchan campañas electorales que apelan a la unidad nacional y el entendimiento; por el contrario, el estilo divisivo y confrontativo es el que domina el escenario. La reciente elección en Estados Unidos y el estilo combativo de Donald Trump son solo un ejemplo visible de esta tendencia. En Colombia,  Uribe y Petro transitan caminos similares, utilizando la lógica “nosotros contra ellos” para movilizar sus bases y consolidar poder. Esta estrategia, que fomenta la polarización, ha demostrado ser una herramienta efectiva para ganar elecciones. Sin embargo, el precio que pagamos por esta táctica es cada vez más evidente y preocupante.

La lógica de dividir para vencer tiene una larga historia en la estrategia de poder. La frase “divide y vencerás” es atribuida a líderes como Julio César, quien comprendió que enfrentar a los pueblos de la Galia en facciones rivales le facilitaba su conquista y control. Al evitar que sus enemigos se unieran, debilitaba su resistencia y se garantizaba una victoria más fácil. Este enfoque de dividir para reinar fue sumamente exitoso para César en su tiempo, y sigue siendo eficaz hoy en la arena política.

El uribismo con su narrativa de la “gente de bien” define y protege a un sector específico de la sociedad: empresarios y grupos económicos que se benefician de la globalización –mineros, terratenientes, grandes importadores y exportadores. Para ellos, el progreso y la estabilidad se logran en un orden donde quienes cuestionan el statu quo, como los defensores de derechos sociales o ambientales se etiquetan como “auxiliadores del terrorismo”.

Gustavo Petro, por otro lado, ha construido  su discurso apelando a “el pueblo” y “la voluntad popular”, como si una única verdad moral respaldara su proyecto de cambio. Al igual que Trump y Uribe, Petro emplea una lógica divisiva que agrupa a sus seguidores y define una línea clara entre los “leales” y aquellos que, según él, representan una amenaza al cambio y al bien común.

Al definir un enemigo y apelar a las emociones de sus bases, construyen una identidad colectiva que moviliza, aunque a un alto costo ético. Cuando se trata de defender a los aliados y atacar a los adversarios, las líneas éticas “se corren”: decir una mentira, difundir una acusación falsa o manipular la verdad se convierten en estrategias aceptables. Así, la política se llena de medias verdades y verdades a medias, erosionando la confianza en el sistema democrático.

La lógica amigo-enemigo se convierte en un peligro para la democracia cuando este estilo empieza a atacar las instituciones que deberían garantizar la pluralidad y la justicia. La libertad de prensa, que sostiene la diversidad de opiniones, y la independencia judicial, que equilibra el poder, pasan a verse como obstáculos. Al debilitarlas, esta política divisiva socava las bases mismas de la democracia.

Mientras tanto, los temas realmente urgentes –como la educación, el cambio climático y la salud pública– quedan relegados. En lugar de buscar soluciones para los problemas comunes, el debate gira en torno a los temas muy polémicos que se utilizan armas de confrontación, desviando la atención de las preocupaciones comunes y que unifican.

No se puede negar que esta táctica es eficaz para ganar en el corto plazo. Pero en el largo plazo, plantea una pregunta fundamental: ¿a qué costo? La democracia florece en la diversidad y en el respeto a las instituciones que la sostienen. Cuando los líderes eligen la división como estrategia constante, la democracia se tambalea. Y cuando eso ocurre, la convivencia pacífica y plural que da cohesión a las sociedades modernas queda en peligro.


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