Álvaro Jurado Mendoza y Pablo Emilio Peñaranda Navarro, dos amigos que se fueron en este pasado mes de mayo. El primero, en Cúcuta, el día 2, y el segundo en Ocaña, el 28. Supongo que Álvaro estaba cercano a los 60 años. Pablo rondaba los 81.
Álvaro era nuestro peluquero. Digo nuestro porque en sus treinta y pico años de ejercicio alcanzó a cortarle el cabello a mi padre, lo cortó a mis hijos y hasta a un nieto. Trabajó siempre en un local de la avenida 5ª con calle 15.
Álvaro era duraniense, liberal, pero se convertía en conservador con los clientes conservadores. Por sus tijeras pasaron parlamentarios, alcaldes, ministros como el gordo Bautista, jueces – como el suscrito, pues en la época en que lo conocí yo laboraba como juez de instrucción criminal muy cerca de la peluquería-, diputados y otros especímenes.
Coincidencialmente, estos dos amigos que se acaban de marchar se distinguieron por su buen humor.
En efecto, Álvaro tenía el gracejo a flor de labio. Aún en las semanas previas a su defunción, y pese a sus graves quebrantos, en plena faena de barbero, sacaba fuerzas para comentar con jocosidad cualquier situación. Él mismo no era chismoso – como es fama de los fígaros – pero les tiraba la lengua a sus “pacientes” y en su local se oían los chismes de la política más sabrosos y picantes. Allí funcionaba una fuente de información actualizada. En alguna croniquilla retraté un poco las tertulias en la peluquería de Álvaro.
En cuanto a Pablo Peñaranda debo decir que siendo tan modesto, “un sencillo campesino”, como lo expresó su hijo Jairo en las honras fúnebres celebradas en la iglesia Nuestra Señora de Fátima, de antemano hubiera rechazado cualquier pompa en su funeral, como así ocurrió. Soy sabedor de que repudiaba tales actos porque él mismo me lo confiaba. Pero no habría rehusado el homenaje de sus hijos. En ese momento todos nos conmovimos y lloramos.
Pablo sí que sabía anécdotas de Ábrego y, particularmente, de la vereda El Hoyo. Algunas de ellas las recogí en mi libro recientemente publicado “Las crónicas más divertidas de Norte de Santander”. Oírlas en su propia charla era un gusto exquisito. Mi prima Marlene Torrado, su esposa, reprimiendo la risa fingía reprenderlo: “¡Pablo! ¿A vos no te da pena contar esas cosas?” Y él contestaba: “Dejate de tapujos. Es la verdad”.
En diciembre fue la última oportunidad en que lo vi con vida. Lo visité muchas veces, y no era sino verme para que se animara – como lo reconocía su enfermera – y tomara vuelo sin parar en la narración de sus miles de ocurrencias. Si me demoraba en ir preguntaba que por qué el doctor Orlando no había vuelto.
Estos dos amigos en esencia tenían lo que se conoce como bonhomía, eran serenos, buenos como el pan, de su hogar. Dejan gratos recuerdos.
Seguramente Dios los habrá acogido en el cielo con una inmensa sonrisa.