El misterio de la vida es algo así como observar caer, gota a gota, el agua de una fuente, asistir a un ballet de mariposas bonitas o bajar la sonrisa azul de las alas de los pájaros para aromar las flores de frescura.
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Pasear por calles viejas, contemplar las huellas de la lluvia trazando caminos con su rumor mojado de espejismos, o rendirse uno ante la querencia de la memoria sana del silencio contando al viento su nostalgia.
O asistir al rocío jardinero que derrite cualquier desasosiego con su estela de perlas colgadas en las hojas, saludando la belleza universal con un eco de campanas verdes que repican el triunfo natural.
La sensibilidad comienza a fluir y, si uno la deja, ella se desliza y conduce los paseos del corazón, con la gracia sin par de la fantasía, para abrir camino a la esperanza.
Entonces descubre que el cielo está en la intimidad, con el hallazgo de la armonía que tiene cada ilusión cuando se vuelve primavera, aunque sea invierno, y le concede el poder de reconfortar la fragilidad humana.
La sombra buena del tiempo alarga la bondad del pensamiento y le permite danzar el mismo ballet mariposario, para sentir los albores de la eternidad con el júbilo infantil de la mañana en los ojos del horizonte.
El alma comienza entonces un trueque con los milagros, en una deliciosa cantata de la soledad, para iniciar el concierto majestuoso de la luz que sólo se vislumbra cuando el amanecer se tiñe de alegría.
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