La nostalgia posee, en sí misma, una sabiduría tal que le otorga el don de predecir aquellos instantes mágicos que sólo ocurren cuando se despliega la red de los mejores sueños, para atrapar un pensamiento romántico.
Y tiene fama de triste, pero no es así, sólo se protege de las emociones con un velo interior, o se esconde en los pliegues de una vieja canción, en una lágrima que no se va a llorar o en una sonrisa que tanto alivia.
La imaginación atrae a la nostalgia para ascender juntas por los sentidos y cabalgar en la lluvia o en el rumor de una mañana bonita, para contarnos -en silencio- trinos de pájaros que narran las ilusiones de sus nidos.
De la nostalgia brotan cenizas de recuerdos, besos dibujados en el pasado, o añoranzas que reposan en el alma y anhelan salir a caminar, a escuchar la cadencia del rocío y el encanto natural de la armonía.
Cuánta falta nos hace ese milagro de aves y de cielos, de vientos y de colores, de aromas universales y de la suavidad de una hoja lenta cayendo, por un rastro azul, con la serenidad majestuosa del infinito.
(Los genios, cuando vuelan en sus alfombras árabes, vienen de inspirarse en los suspiros que cuelgan de las estrellas y, para conceder deseos, se meten en unas viejas lámparas que deben ser frotadas para que aparezcan).
La nostalgia es una creación pura del espíritu, tiene huellas de melancolía y es un faro de luz, como el de Malta en El Mediterráneo, para orientarnos hasta adentro del corazón y contemplar la belleza de su intimidad.
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