Gracias a los adelantos de la tecnología de la información y las comunicaciones, se han incrementado ostensiblemente las posibilidades de relación entre las personas y las comunidades, independientemente de las fronteras y de las distancias. Una noticia, una fotografía, un audio o un video llegan de manera inmediata a millones de personas, como lo hemos visto en el caso de la guerra entre Rusia y Ucrania, en el conflicto entre Israel y Hamás, en audiencias judiciales, en procesos electorales, en actos políticos o en marchas de protesta como las que por estos días tienen lugar en las ciudades españolas.
No cabe duda de los beneficios que ello trae para el ejercicio de la libre expresión y el derecho a la información. Pero, como pasa con tantas cosas en todos los campos, los mejores instrumentos al servicio de los seres humanos resultan nocivos y pueden causar los peores daños cuando son mal utilizados.
Eso ocurre en el Internet, con las redes sociales, que -bien usadas- son de enorme utilidad para los individuos y las comunidades, en cuanto facilitan efectividad y oportunidad en la comunicación. Su manejo adecuado, razonable y responsable permite alcanzar los más loables propósitos, así como la defensa y protección de los derechos y las libertades.
Hoy, sin embargo, resulta evidente que se ha extendido el mal uso de las redes, al punto de propiciar el retiro de muchos usuarios, cansados de encontrar en ellas expresiones indeseables, ofensas, mentira, injuria, calumnia, invitación al delito y a la violencia. Han servido también para incrementar la polarización política y el odio a quien profesa ideas diferentes o contrarias. Usuarios anónimos, que se escudan en apodos estrambóticos, conforman las llamadas “bodegas” -pagas o no-, puestas al servicio de causas generalmente sectarias e intransigentes.
Un mensaje o “trino”, mediante el cual una persona -en uso de su libertad de expresión- manifiesta su criterio o deja conocer cómo piensa en materia política, religiosa, deportiva, artística o cualquiera otra, se presta para respuestas y comentarios insultantes, sarcásticos, difamatorios o calumniosos. No se dialoga con respeto, ni se controvierte con fundamento, argumentos o datos, o simplemente con la opinión contraria u opuesta, sino con el insulto y la vulgaridad.
Es frecuente que, con el pretexto de la libre expresión, se mienta, se desfiguren hechos y palabras, se sostengan, divulguen y propaguen actuaciones o antecedentes contrarios a la verdad, o se afecten derechos fundamentales como la honra, el buen nombre personal o familiar, la presunción de inocencia -garantizados en las constituciones democráticas-, la intimidad, o los derechos de los niños, muchas veces sin posibilidad de reparación.
Por paradoja, entonces, ya la libertad de expresión se convierte en imposible, toda vez que su ejercicio resulta “sancionado”, y quien no quiera ser insultado o calumniado prefiere abstenerse de opinar.
En no pocas ocasiones se desfigura una medida gubernamental, una ley o una sentencia, causando graves daños a la colectividad y a personas en concreto. En otros casos -se ha visto recientemente en varios países-, las redes son aprovechadas durante los procesos electorales, desinformando a los electores.
Afortunadamente, los tribunales constitucionales han venido sentando jurisprudencia orientada a la protección de todos los aludidos derechos, que son básicos para la convivencia social en cualquier democracia.